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Una
vez en el carro rojo de mi hermano, de mi cuñada y de mi sobrina, al mismo
tiempo comenzamos a hablar del “plastrón”.
Y el carro, es de mi hermano porque él lo pagó y que era mío y yo se lo vendí,
prácticamente regalado digo yo… recordemos que siempre el que vende, dice que
vendió baratísimo; y el que compra, siempre dice que compró muy caro… de mi
cuñada, porque él lo compró para que ella se desenvolviera para ir y venir al
trabajo y para sus cosas de ama de casa; y de mi sobrina, porque era ella quien
últimamente lo manejaba para ir y venir a/y de la universidad; y, que al mismo
tiempo, que también era mío, porque todavía los papeles estaban a mi nombre,
pero, que a conciencia no me pertenecía. Cuestión de conciencia. En todo caso,
ya íbamos en ese carro de múltiples dueños, e íbamos hablando del plastrón.
Cada uno hablaba lo que sabía y entendía, y por lo visto, era muy poco lo que
habíamos entendido y sabíamos. Yo hablaba que el médico había dicho que era una
membrana que sale a cubrir cualquier infección para que no se extienda por el
resto del cuerpo y evitar males mayores como una peritonitis, sobre todo en el
caso de una apendicitis, pero que también puede suceder con cualquier otra
parte en la zona interna de los intestinos. Así lo había entendido yo, otra
cosa que así hubiera sido lo que el médico había intentado explicarnos para que
tuviéramos una idea. Porque ellos hablan con sus términos y uno se queda con
los ojos blanqueados echándoselas de que entendió todo, y a decir verdad, si
acaso se le graba a uno el nombre de lo que uno tiene, que en este caso era un
bicho raro que se llamaba “plastrón”.
El médico del hospital ya nos había adelantado que se trataba de esa
posibilidad y nos había explicado, otra cosa era que hubiéramos entendido. Lo
de la tomografía era para verificar la sospecha y en caso de ser afirmativa
comenzar a aplicar antibióticos por siete días consecutivos con reposo
absoluto.
Llegamos
de regreso al hospital. Mi cuñada y yo nos bajamos mientras mi hermano buscaba
dónde dejar estacionado el carro que tenía muchos dueños, mientras no se le
antojara a algún ladrón anotarse en la lista, por supuesto, por eso había que
dejarlo bien estacionado, por si las moscas.
Una
nota que me ha faltado reseñar hasta ese momento es que nadie sabía que yo era
sacerdote. Nadie me lo había preguntado y no tenía por qué decirlo yo. Me
habían tratado como un hijo de vecina, sin más, ni menos, y el trato había sido
realmente muy especial, en las circunstancias de tanta gente que salía y
entraba y de enfermos de todas las condiciones y circunstancias, unos menos
enfermos, otros, un poquito más, y otros, en las fronteras del más allá. Yo, ni
para saber en cuál había estado o podría estar. Yo, con todo y todo, me sentía
con mucha vitalidad, a no ser por el plastrón que me hacía suponer que en un
santiamén me llevaría derechito a conversar con San Pedro. Y eso no me
preocupaba porque en uno de mis libros (cfr. el piar de un gorrión)
hasta le había escrito una cartica y lo llamaba de “Pedrito”; o, sea, que por
lo menos tenía alguna familiaridad, por lo menos de mi parte. Quien sabe si de
él hacia mí, e iría a tener en cuenta ese detallito de la carta. O, tal vez, me
tocaría más severa la cosa por el abuso de confianza de mi parte. Pero sentía
que todavía estaba muy lejos de esas fronteras porque me sentía con fuerzas.
Pero se han visto casos… Se han visto…
Entramos
al hospital. Una vez adentro salieron unos jóvenes vestidos de blanco y que
eran estudiantes de medicina y se dirigieron directamente hacia mí. Me pidieron
la tomografía y se fueron derechito a la parte interna. Yo iba detrás de ellos,
como Pedro por su casa, ya me sentía en ambiente, con mi colgadero del suero y
manguera conectados a la mano derecha. Los estudiantes abrieron el sobre de
color anaranjado y levantaron una lámina, porque eran dos, contra luz para ver,
pero ninguno supo decir nada. -- Pero esto no es el eco -- dijeron casi en
coro. -- No hace falta -- repuse yo -- eso fue lo que dijo la doctora de la
clínica porque en esa tomografía se evidencia todo. El eco está de más -- dije
yo que había dicho la doctora. Entonces los jóvenes, que serían unos cinco, de
entre ellos, dos muchachas, colocaron las láminas en un aparato que estaba
colocado en una de las paredes y encendieron una luz. Ahí se podía ver todo. Yo
veía como una especie de plato de ensaladas repetida en cada cuadro. No veía
ninguna diferencia y no entendía dónde estaba ni siquiera una tripa o el
apéndice, mucho menos el “plastrón”.
Para alivio, en cuanto a conocimiento, ninguno de los muchachos estudiantes
tampoco sabía. Uno de ellos tuvo la valentía de alumno que busca saber y
aprender y preguntó qué dónde estaba el plastrón. Ellos comenzaron a hablar.
Uno que aquí y señalaba. Otro, que no, que eso era, y decía sus términos
médicos. Otro, que más abajo, que estaba clarito. Yo, mientras tanto miraba de
pie las láminas y lo único que lograba ver en blanco y negro era un plato de
ensaladas. No veía más. Ahí sí que es válido aplicar el refrán de que “el que no sabe es como el que no ve”, y
yo, ni sabía ni veía nada. Tampoco ahora, después que al menos sé un poquito
más de casi nada, o nada, que eso ya es mucho pedirme. Ya saber que no se sabe
es un buen comienzo en el saber, y es el punto de partida para querer buscar y
conocer sobre lo que no se sabe. Así yo: no sabía. Tal vez, como Sócrates,
aunque muchísimo menos, porque ese sí que sabía…
Yo
seguía de pie mirando lo que los estudiantes miraban. Algunos se giraban para
mirarme y yo les sonreía como comprobándoles que yo estaba haciendo el ridículo
de pie y sin saber qué hacer. Creo que se me parecía un poco a la sonrisa que
da Peter Sellers en la película la
Fiesta inolvidable, después de cada torpeza,
para destornillarse de la risa. Tal cual me sentía. Y no tenía para dónde ir.
Tenía que estar así y ahí hasta que dispusieran otra cosa. Volvía a repetir la
sonrisa, y con el colgadero del suero en la mano.
Al
cabo de algunos minutos llegó el doctor que había mandado hacer la tomografía.
La miró en el aparato de la luz blanca y les indicó a los estudiantes cuál era
el plastrón. Por lo visto, ninguno había dado pie con bola en todo lo que
habían dicho. Yo no entendí nada. Tampoco estaba para entender sino para que me
atendieran. No podía dar más. Entonces, el médico dispuso que me colocaran
antibióticos y que prepararan una de las dos camillas que estaban disponibles
en esa sala. Yo alegué que mejor me quedaba sentado en la silla donde había
estado sentado antes. La razón era que las dos camillas estaban hasta el tope
llenas de sangre. No se preocupe dijo una de las muchachas estudiantes y empezó
a limpiar una camilla. Y se dedicó a eso. Yo hubiera preferido la silla, pero
el que manda, manda y yo no estaba para sugerir, sino para agradecer.
En
menos de diez minutos ya la muchacha había limpiado la camilla y había colocado
unas como sábanas quirúrgicas de color azul. En eso entró mi cuñada, y sacó del
maletín negro que cargaba unas sábanas y cubrió la camilla, colocó un par de
cobijas, entonces, me subí a la camilla. Ya estaba instalado y hospitalizado de
manera oficial. Ya habían llenado todos los registros con un poco de preguntas,
que si fuma, que no, que si bebe, que no, que si baila pegado, eso no me lo
preguntaron; que si tiene cáncer, todavía no, tal vez otro día, pero hoy no;
que si es alérgico a cualquier medicina, que no; que si sufría de la tensión,
que no; que si tenía novia, tampoco me lo preguntaron; que si alguien de la
familia había sufrido de cáncer, que no; que a qué hora me iba a morir, no lo
sé…. Y un bojote de preguntas, que si por aquí y que por si allá, todas
necesarias para completar la historia médica, como ha de ser lógico. Y todo
para estar cómodos todos e informados todos, a la hora de cualquier emergencia,
supongo.
Vino
una enfermera. Había hecho ya varios intentos por tomarme la vía por la que me
mantendrían la solución médica y me inyectarían los antibióticos. En el primer
intento falló y tuvo que sacar la aguja, pero quedó el dolor y el hoyito en la
mano, medio sangrando, por supuesto. Intentó la segunda vez y volvió a fallar.
Ella decía que yo tenía muy ocultas las venas. Le dije que la culpa era de la vaca.
Ella no entendió. Volvió al tercer intento y lo logró, mientras tanto mi brazo
derecho ya se estaba pareciendo a una regadera de ducha. Cinco jóvenes
estudiantes estaban ahí y conversaban muy amigablemente, sobre todo la muchacha
que se había esmerado en limpiar la camilla y que había llenado la historia
médica junto con la otra que le hacía compañía, me imagino que en pareja de
equipo de estudio y de trabajo. – ¡Ay!
– fulana -- ¡la culpa es de la vaca!
-- le dije -- pero tampoco ella entendió. Entonces, comencé a contarles el
cuento de la culpa es de la vaca.
Todos se interesaron y también la enfermera, que decía que por favor, no la
hiciera sentir mal, que eso siempre sucede. No era mi intención que se sintiera
mal, sino que tuviera más tino y puntería, porque dolía. Mientras iba contando
el cuento de la culpa es de la vaca
los muchachos iban tomando más confianza y se reían y le echaban broma a la
enfermera, que también yo lo hacía de vez en vez. Ella tampoco se perdía el
cuento. Estaba ahí escuchando. Pero, no puedo aquí repetir ese cuento completo,
porque algunas editoriales de libros tienen una muy fea costumbre de colocar en
la parte de los créditos de los libros, en donde aparece el ISBN y todos los
demás detalles de la casa editorial y del taller de la imprenta y la fecha, que está totalmente prohibido copiar,
repetir, publicar por cualquier medio escrito u oral o electrónico cualquier
parte de ese libro en concreto, so pena de demanda por parte del autor. Y,
lamentablemente, según recuerdo, esa observación aparecía en el libro de la
editorial que yo leí cuando leí ese libro en concreto. ¿Entonces para qué
publican un libro? Se pregunta uno. Una pendejada de estricto sentido de
derecho de autor. Se supone que se escribe y se publica es para que se lea y se
extienda lo que se lea. Pero, bueno hay que respetar esas leguleyalidades con
sus pretendidas defensas.
El
caso concreto del cuento, para volver al contenido, es que la moraleja es que
quien tiene la culpa de que los cueros de las vacas con los que hacían zapatos,
correas y bolsos, estén rotos y maltratados, es de las vacas que se rascaban
con las cercas del criadero. Por eso la culpa es de la vaca. En otras palabras,
la culpa la tienen los demás y no quien tiene que asumir la responsabilidad de
sus actos inmediatos. Porque es muy fácil echarle la culpa a los demás y no
asumir responsabilidades. En el caso de la enfermera, ella no era la
responsable en que no hallara la vena, sino la vena misma, como tal. Y muy en
el fondo yo era el culpable y no ella quien era la responsable de su trabajo,
precisamente, porque la culpa es de la vaca. Al final del cuento, con su
aplicación de la moraleja, parece que la enfermera entendió algo, aunque creo
que no. Los muchachos la entendieron al tiro, como se dice, porque, ante
cualquier cosa o torpeza de alguno de ellos, se les oía decir, que la culpa es
de la vaca, y esa expresión la tenían entre ellos después de esa bonita
tertulia. En esa de encontrar y no encontrar la vena, y en el momento de llenar
el formulario de ingreso oficial al hospital, como era lógico porque el
formulario tenía esa pregunta, se enteraron que era sacerdote, y el trato
empezó a ser deferente[1], aunque ya le era desde un
comienzo.
Inyectaron
lo que tenían que inyectar. Los muchachos daban sus vuelticas a verme. A
algunos les guiñaba el ojo y correspondían con otro guiño. Algunos venían a
solo preguntar cómo seguía. Todo estaba estable. El dolor muy mínimo, y yo,
encontrándole el gustico a la camilla. Gente entraba y salía. Algunos gritaban en
la parte de afuera. Se oía que preguntaban por el paciente tal o cual, y a voz
en grito daban respuestas, que está en quirofanito, que lo subieron a piso, que
lo están enyesando, y así uno y otro caso, según el caso.
Sería
ya como cerca de mediodía. Hambre no tenía. Sueño un poco pero no se podía
dormir con tanto trajín externo, sobre todo, por los portazos de la puerta cada
vez que la abrían y la cerraban, mejor dicho, tiraban, porque por la manera del
sonido, no la cerraban, sino que dejaban que se fuera con el impulso con que la
abrían. Y a cada portazo un brinco en la camilla en donde como que quería
quedarme dormido, pero, que era misión imposible con lo portazos.
Entraron
mis cuñadas y mis hermanos a saludarme. Yo estaba instalado. Ya sabíamos, porque
el médico les había explicado, que me tendrían hospitalizado por siete días y
en cuidados muy vigilados hasta que el plastrón cumpliera su trabajo, y sólo
después, tal vez unas seis u ocho semanas más tarde, se podría ir pensando en
la operación para sacar lo que quedara del plastrón. Que la situación era muy
delicada porque se corría el riesgo de que explotara no sé qué cosa allá
adentro y entonces sí que la cosa era grave, muy grave. Mis hermanos habían
hablado con el médico para que me dejaran llevar para la casa y que ellos se
comprometían a cumplir al pie de la letra con el tratamiento. Había una gran
ventaja y era que mi otra cuñada, era enfermera y ella se comprometía a cumplir
todos los cuidados debidos y por haber. El médico dio sus razones y se negó
rotundamente. Explicó que la situación era muy delicada y que si explotaba y
estaba en el hospital era más fácil intervenir y auxiliar inmediatamente.
Mientras que si me llevaban para la casa y explotaba, a lo mejor, no daría
chance ni de llegar, y entonces, sí que era complicado. Nada sirvieron los
alegatos de mis hermanos. Más bien salieron regañados y con toda la razón
porque la cosa era muy re-quete-delicada.
Comenzó
a llegar la visita. Algunos de la parroquia se acercaron a saludarme. Me daban
la mano y yo se las estrechaba. A algunos se les aguaba los ojos. La primera
familia que llegó fue una a la que en la tarde del día anterior había ido a
bendecirles su apartamento. Eran tres muchachas y la mamá. Echaron broma y
hablaron conmigo. Nos reíamos y la pasamos bien. Se estuvieron como una media
hora. Nos volvimos a dar las manos y nos despedimos. Al poquito tiempo llegó
una señora, que según mis hermanos tenía rato afuera y no se atrevía a decir
nada ni a pasar, hasta que se armó de valor y pasó. Igual, me dio la mano, se
la estreché. Conversamos un buen rato, de los síntomas y de los dolores de
antes de, y de por qué no había asistido a un médico. Ya pa’qué. Lo que fue,
fue dijo la boba. No había que quedarse en lo que pudo haber sido y no fue. Lo
que fue, fue. Y lo que era, era, y era que estaba con un plastrón y acostado en
una camilla del hospital Razetti. Ella buscó una especie de escaloncito y se
sentó en él y desde allí conversábamos. De vez en cuando la muchacha que había
limpiado la camilla para que me instalara en ella se asomaba y me miraba. Mejor
dicho nos mirábamos, y se iba. No decía y hacía nada. Solo se asomaba y me
miraba y se iba. Así como unas diez o quince veces. Ese detalle me llamó la
atención. A lo mejor, venía a comprobar que el plastrón no se saliera, y si se
salía para llamarle la atención a que se volviera meter… A lo mejor…
Al
poco rato entró otra persona. Después otra. La tarde transcurría. Y la gente de
la parroquia se estaba dando cita en el hospital. Iban a verme. Y ese detalle
me gustaba. Al poco rato, tal vez, como a las tres de la tarde llegó mi mamá,
que se había ido el día anterior en la mañana con una de mis hermanas a Maturín
a visitar a la hermana que vive allá. Se habían enterado y se habían venido,
aunque a mamá no le habían dicho nada. Al llegar a la casa, mamá si se
sorprendió al ver que mi carro estaba estacionado en su sitio, y era extraño
porque era domingo y yo debería estar en la parroquia. Subió a mi habitación
para ver si yo estaba y no estaba. Estaba en otra habitación que no era la de
mi casa, pero, que por ahora hacia de mi casa, la del hospital. Entonces, fue
cuando mi hermana le dijo lo que estaba pasando y que yo estaba en el hospital,
y por lo visto, muy mal. No se aguantó mi madre e insistió que se fueran al
hospital, como de hecho hubo que hacerlo, porque quien consuela a una madre en
situaciones semejantes. No hay razones que valgan. Madre es madre y punto. Allá
llegó derechito a donde yo estaba. Se me echó encima del pecho y me abrazó. Yo
le pedí inmediatamente la bendición. Me la dio. Y se estuvo conversando
conmigo. No lloró. Tampoco yo. Con mucha gallardía y aplomo. Nadie se atrevió a
interrumpir aquel encuentro entre madre e hijo. No dejó de llamarme la atención
de por qué no había dicho nada del dolor en los días anteriores. No tenía
elementos para refutarle. Seguimos hablando. Como a los veinte minutos, tal
vez, entró mi cuñada, quizás para comprobar las posibles reacciones del
encuentro. Todo estaba normal y muy civilizado. También entró mi hermana. Nos
dimos la mano. A ella si le mojaron los ojos, tal vez, por el frío del aire
acondicionado de esa parte de la emergencia del hospital. Tal vez. Y, así
seguimos hablando de todo un poco y sobre todo del “plastrón” que nos tenía a todos intrigados, aunque, a mí atrapado.
Entró
también mi otro hermano. Igual, nos dimos la mano y hablamos.
Como
a las cuatro de la tarde vino a visitarme el padre-capellán del hospital. No
vino como capellán, vino como el amigo. Fue un momento muy agradable. Es un hombre
muy simpático. Dios lo bendiga. Hablamos de mí, de él, de su salud, del
trabajo, de todo. Era muy amigo de mi cuñada que trabajaba de enfermera en el
área de nefrología. De hecho, el padre-capellán va todas las mañanas a
visitarla y a tomarse su segundo cafecito, sobre todo si se lo prepara mi
cuñada. Son muy buenos amigos; mi cuñada habla de él con mucho cariño y respeto
y se ve que lo estima mucho. Es que se hace querer con su simpatía tan natural
y espontánea.
Se
presentaron más personas y ya había un grupito grande alrededor de la camilla,
entre ellos el padre-capellán. Ya se sabía, a todas estas, que me iban a dejar
hospitalizado. Se hizo todo lo posible para que me subieran a piso, y que no me
dejaran en emergencia. Pero había varios inconvenientes como el que no había
cama disponible en piso, además que en piso no había aire acondicionado, como
si en emergencia. Pero eso era lo de menos. El padre-capellán había movido sus
influencias para que me trasladaran a una habitación de doble cama, es decir,
para dos pacientes, pero tampoco había alguna disponible. Habían movido por
aquí y por allá y todos los intentos habían sido fallidos. No había otra que
pasar la noche en emergencia, como de hecho fue.
Fue
pasando el tiempo y con ello la noche se acercaba. Cada cual tenía que volver a
sus mundos. Yo estaba en el mío e instalado. Se fueron despidiendo. Se quedó
una hermana a pasar la noche acompañándome. Ella buscaba donde acomodarse, a
veces salía y otras se quedaba cerca buscando como pasar la noche en esas
circunstancias. En una de las camillas estaba un niño con un brazo embojotado
con una venda, más no enyesado y con un moretón en el ojo izquierdo. Se había
caído de una mata de mango. Su madre estaba junto a él y lo cobijaba con las
sábanas que había traído. En el otro lado, en el derecho estaba un señor
avanzado de edad, con problemas de próstata y lo tenían sondado. Su hijo, un
joven de unos treinta y tres años de color bastante oscuro estaba pendiente. Lo
arropaba, le pasaba las manos por la cabeza y conversaba con él. Estaba muy
pendiente de la bolsa de la sonda para que no se llenara y a cada rato venía a
vaciarla. El viejito se quejaba constantemente. Yo, en medio de ellos dos.
Mientras tanto la madre del niño del brazo embojotado y el hijo del viejito de
la sonda, se hicieron bastante amigos. Se instalaron a conversar. Risotadas
iban y venían. La mamá del niño empezó a preocuparse del viejito y ella misma
se levantaba que si a arroparlo, que si a acomodarle las cobijas o la almohada.
Y volvía a instalarse a conversar. Muy entrada en la noche, tal vez, muy de
madrugada, el niño estaba solo y también el viejito. Mi hermana se levantó a
auxiliar al niño que estaba temblando de frío y llamando a su mamá que no
aparecía y no apareció por ningún lado. Tampoco estaba el hijo del viejito.
Vayan a saber pa’dónde se habían ido a seguir conversando. Aparecieron como a
las seis de la mañana, ya estaba aclarando. El niño le preguntó que qué se
había hecho y que dónde estaba. Esa parte de respuesta no la oí, tampoco me
interesaba, pero sí que me hubiese gustado haberla oído para contarla aquí, a
los que están leyendo para ver qué había pasado con ellos. Pero…
En
eso llegó la enfermera. Traía el tratamiento. Cambió agujas y botellitas, y
todo nuevo. Yo, apenas había podido dormir. Los portazos no me dejaban. Pegaba
saltos a cada portazo y el poquito sueño se me iba. Ya por lo menos era otro
día y eso ya era mucho cuento. Esa noche había sido muy agitada en el servicio
de emergencia: un autobús lleno de niños había chocado por la vía de Onoto,
y a 19 de los niños los habían traído al
Razetti; una pareja se había caído de una moto y estaba entre la vida y la
muerte. Y por todo, la algarabía y el movimiento que había habido durante la
noche era fácil darse cuenta que no había sido una noche fácil para los médicos
de turno en la emergencia del Razetti, por lo menos para ese fin de semana. Es
de admirar y respetar el gran trabajo que hacen estos médicos en las
emergencias de los hospitales, como en el Razetti de Barcelona.
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