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Ya
serían como las once de la noche de ese sábado.
El
dilema se presentó al decidir a cuál sitio de asistencia médica acudir. A una
clínica en concreto me negué rotundamente a que me llevaran allá. La fama y las
historias que se cuentan de lejanos y cercanos de esa clínica me daban mucho
miedo. Tenía miedo que me sacaran con los pies pa’lante, como se dice popularmente.
Yo también había evidenciado porque me había tocado asistir a muchos enfermos
con la Unción
de los enfermos en esa Clínica, y, según las mismas historias de muchos casos,
algunos pacientes habían entrado relativamente bien, y, habían salido absolutamente
mal, es, decir, muertos. Sobre todo en casos de apendicitis. Por supuesto, que
hasta estas alturas de la noche, no sé sabía que era lo que yo tenía, además de
los dolores que me hacían retorcer y arrugar la cara, que ya no hace mucha
falta que la arrugue con muecas, porque ya la tengo un poquito arrugada por los
estragos de la naturaleza y de los años, sobre todo cuando me río. Ahora, cómo
sería cuando me retorcía de dolor. No debió de ser muy bonita. Pero en esas
condiciones de nada sirve guardar el glamour y esos detalles para perseverar la
buena imagen. Qué me interesaba eso, justo en esas circunstancias.
Mientras
tanto mi hermano avanzaba, y junto con él mi cuñada y yo, que era los que
íbamos en el carro, en medio de la casi media noche a un sitio de asistencia
médica, sin saber a cuál en concreto dirigirnos. Sugerí, entonces, que fuéramos
a Las Garzas. Tenía recuerdos muy bonitos de este sitio de asistencia
hospitalaria y según lo que recordaba era un sitio muy especial, muy limpio,
muy aseado, y la asistencia médica era más que eficiente. Con ese recuerdo e
idea nos dispusimos ir a las Garzas, aunque lo más inmediato por la ruta que
llevábamos era que fuéramos al hospital Razetti. No; al Razetti, no. Eso debe
estar muy congestionado porque todo el mundo buscar ir allá y es fin de semana
y eso debe estar abarrotado de heridos. Con toda seguridad.
El
carro de color gris plateado avanzaba; mi hermano manejaba. Yo iba en el puesto
de atrás retorciéndome y sobándome la espalda unas veces, y otras, el abdomen.
Mi cuñada iba en el asiento del copiloto tratando de auxiliarme, y hubiera sido
muy bueno que me hubiese dado la mano con la mitad del dolor, por lo menos.
Pero eso sí que es intransferible y tiene que ser único y exclusivo. Algunas
veces, me quedaba tranquilo para no alarmar a mi hermano y a su esposa; otras,
no podía, y hasta algún que otro gemido y grito de dolor se me escapaban. Los
quejidos, ya ni sabían cuántos llevaba. Hubiera sido útil haber sido jugador de
béisbol para contar cada detalle, que si cuántos hits, cuántas bases robadas,
cuál tal o tal cual otro detalle de los que no se pierden los aficionados y
locutores de este deporte para llevar unas estadísticas impresionantes, para
hacer más impresionante la memoria en llevar todos esos registros en un
chasquido de dedos apenas sale el jugador al plato a darle a una pelota y por
la que le pagan cifras astronómicas. Tal vez, yo ya habría rotos todos los
records, con gemidos y quejidos y retorcimientos de cuerpo, sin descartar las
incontables arrugadas de cara. Pero, con la diferencia que a mí no me estaban
pagando.
Decidimos
enrumbarnos al hospital Las Garzas. El tráfico era abundante para ser esa hora
de la noche. Dimos la vuelta en el respectivo cruce y nos acercábamos al
destino hospitalario. Justo, una vez, ya en la entrada inmediata que comunica
hacia la zona de las emergencias, me vine en vómitos. Abrí como pude la puerta
derecha trasera del carro y pa’ fuera lo que contenía en el estómago. No era
gran cosa, pero para mí, era lo que me mantenía. Mi hermano detuvo el carro y
se orilló hacia la derecha lo más próximo a la acera. La cuñada se bajó y
trataba de auxiliarme pasándome las manos por la espalda como para que no
terminara de salir lo que a todas vista no se contenía en mi estómago. Varios
guaoooos producidos por las embestidas del vómito se dejaron escuchar y junto
con él varias vaciadas, ahora, de puro líquido. El olor, no me lo pregunten; el
sabor, menos; y las características generales del resultado del vómito,
tampoco. No estaba en esos momentos para estar echándomelas de recolector de
muestras o de estadísticas para detallarlas para cuando me lo preguntaran. La
cuñada, por su parte, arrugaba la frente y también colocaba la boca como en
piquito, tal vez, para contener el olor o en actitud de asco, que son en estos
casos y en cualquiera, una respuesta instintiva ante lo que se está mirando y
evidenciando de manera tan directa. Mi hermano hablaba, que si una cosa que si
otra. Tampoco estaba yo para entender qué era lo que decía. Poca atención
directa presto en una conversación en situaciones normales, aunque no pierdo
detalles de lo que se habla… en esas circunstancias, qué ánimos de ser buen
interlocutor tenía. Estaba ocupado. Estaba vomitando. Y no podía vomitar y
conversar simultáneamente. Además de ser de mala educación hablar con la boca
llena. Y yo si que la tenía llena, aunque fuera por borbotones repentinos. No
dejaba de pasarme las manos por la espalda porque me dolía.
Al
cabo de unos diez o quince minutos le dije a mi hermano que siguiéramos, que ya
estábamos cerca, que faltaba poco, que siguiera con la puerta abierta en la
parte donde iba yo. -- No; es peligroso -- dijo con autoridad. Y seguimos,
entonces, con la puerta cerrada, y en dos minutos más estábamos ya en la entrada
de la emergencia del hospital Las Garzas. Nos bajamos. Yo con las manos en la
cintura y una toalla sobre el cuello al estilo de los boxeadores cuando van a
entrar al cuadrilátero, pero con la diferencia, que yo parecía, más bien, el
boxeador que sacaban del ring después de una despiadada paliza. Caminaba
encorvado. Mi cuñada me tomaba del lado derecho. Entramos al hall de la
entrada. Tres policías estaban sentados con las piernas cruzadas. Me vieron. No
preguntaron quiénes somos, qué quieren, a qué vienen, siguieron sentados
sumergidos en sus conversaciones tipo tertulia. Yo sonreí como para
congraciarme con ellos y, por lo menos, para que vinieran a echarme una mano.
Perdí la sonrisa porque siguieron tal cual. Preguntamos por la emergencia.
Dijeron desde donde estaban echados que siguiera y que al fondo girara a la
derecha. Esperé una silla de ruedas o una camilla, pero, será para la próxima
reencarnación que la irán a traer. Seguí como iba. Mas agachado que en posición
elegante y gallarda y a paso lento. Entramos. Todo estaba solo. Miramos a la
derecha, nada. Miramos a la izquierda, nada. Como los actos de magia del que
hace la presentación del sombrero para sacar conejos: nada por aquí, nada por
allá. Con la diferencia que en este caso, ni el sombrero. Alzamos un poquito la
voz diciendo: “Hola… hola…. ¿Habrá gente por aquí que nos pueda ayuda?”
Silencio. Volvimos a decir lo mismo pero en voz más alta y el silencio era la
constante respuesta. Caminamos, entonces, entrando en los cubículos que
veíamos, vacíos unos, y los otros también. En uno de tantos, vimos un grupito
de persona que estaba sentado alrededor de una mesa de escritorio de color
gris, estaba mirando una revista y el artículo que estaban viendo lo tenía
entretenido. Nos acercamos. Todos giraron las caras hacia nosotros. Nadie se
puso a la orden, ni preguntó qué quieren. Siguieron en la revista. Mi cuñada se
aproximó más a uno de los extremos de la mesa, y preguntó que si alguien podría
ayudar, porque el que estaba con actitud de boxeador con la toalla en el
cuello, pero después de la paliza de los doce rounds, tenía unos dolores de
abdomen que no podía soportar. -- Está bien -- dijeron. --Salgan y esperen en
unas sillas que están en la parte de afuera -- pero nadie se levantó, ni para
chocarme la mano, y se entiende, que no lo hiciera, ya que no nos conocíamos.
Salimos. Yo como iba y mi cuñada palmoteándome los hombros como diciendo
tranquilo campeón, que pudo haber sido peor.
Salimos.
Me senté. Ahí esperamos unos quince minutos. Nadie venía. La cuñada volvió a
insistir. --¡Ya va! -- le dijeron, pero no dejaban la revista. -- ¿Será que nos
vamos para otro lado, pregunté? -- Esperemos otro ratico -- Porque eso sí tiene
mi cuñada, una paciencia envidiable. -- ¡Está bien!-- Seguimos esperando otro ratico
el sugerido por la cuñada. Al cabo de otro ratico le dije a mi cuñada que fuera
a ver qué iban a hacer, y si iban a hacer, porque los dolores estaban
arreciando y con ellos los retorcimientos. Ella accedió y volvió. Salió
regañada con la frase: -- “es que estos pacientes no saben esperar”-- pero, se
condolieron y salió una mujer vestida toda de color verde, de pies a cabeza,
como con una especie de bata entrecortada con pantalones. Preguntó qué tiene.
Le contesté lo que sentía y venía sintiendo. Comenzó a preguntar un pocote de
cosas y después me invitó a pasar a una camilla en un compartimiento del lugar.
Me mandó acostar y que me bajara los pantalones hasta la cintura. No tenía
alternativa. Tomó el pulso. Pasó las manos por el abdomen, de arriba abajo. En
algunos sitios yo saltaba por el dolor, sobre todo en la parte derecha
superior. Ella insistía en la parte baja del abdomen del lado derecho, pero ahí
no me dolía. Me mandó subir la pierna. La subí. No me dolía nada cuando me
hacía mover la pierna.
En
seguida dispuso que había que hacer un examen de sangre completa y un examen de
orina. El examen había que hacerlo afuera, porque propiamente en Las Garzas no
se hacían esos tipos de exámenes, e, igual con el de la orina. Y, que para el
examen de la orina había que sondar. Cuando oí esa palabra se me brotaron los
ojos. Alegué, que se podía hacer de manera normal, que yo iría al baño y todo
resuelto. -- ¡Que no! -- dijo ya en voz alta. Volví alegar. Entonces intervino
la enfermera y me regaño en voz gritada, que si la doctora decía que era
sondado, era sondado, y punto. No me tocó otra. Trajeron los equipos y en un
santiamén sentí un pinchazo en mi orgullo masculino y del que nos sentimos
avergonzados de estar mostrando y enseñando. Eso no es plaza de pueblo ni pila
de agua bendita donde todo el mundo mete la mano. Pero, en estas
circunstancias, para dónde iba a coger con esa pata hinchada. No tenía de otra.
Tomaron lo que tenían que tomar y vieron lo que yo no quería que vieran, pero,
las cosas son como son, y las mías siguen siendo como son, pero con un
pinchazo, que pudo no haber sido, pero, ya no había lugar para lamentos y si
para quejidos porque quedó doliendo.
Tomaron
la muestra de sangre y de la orina. Mi hermano salió al lugar donde le
indicaron a esas horas de la madrugada, que serían ya como la una. A mí me
colocaron una solución en la vena. Yo pedía que colocaran algo para el dolor.
La doctora decía que no y no daba razones. Yo insistía. Ella me volvió a
regañar a grito limpio pero no daba razones. O, sea, que sondado, con dolor y
regañado. Qué más se podía pedir. Encendieron un ventilador y me lo pusieron en
la pata de la oreja derecha. El calor se hacía sentir.
Me
acosté. No tenía otra. O sea, opción. Cuando los dolores me desesperaban me
retorcía y me levantaba para acurrucarme en la cama, o para caminar en esos dos
o tres metros de libertad que me daba el colgadero de la solución que tenía en
la mano derecha a través de una vía que habían tomado. Me levanté al baño, y
ahí casi lloré porque el paso de la orina por la cosa que estaba recién sondada
me irritaba y ardía. -- ¡Me jodieron! -- me dije. -- ¡Que vaina! -- Ahora, sí
que me faltaba otra mano, es decir, necesitaba que fueran tres las manos,
porque una, para que sobara el abdomen, otra para que sobara la espalda, y la
tercera para que sobara lo que estaba recién sondado.
Me
acostaba a ratos y a ratos me levantaba. Iinsistía en que me colocaran algo
para el dolor. La doctora había hablado que iba a hablar con el cirujano. Para
qué, tampoco lo sabía, porque no lo decía, y eso que como paciente, tenía
derecho a saber. Por lo menos tenía el derecho de saber de qué me iba a morir,
que en nada iba a servir, pero era mejor morirse sabiendo, como si se
resolviera algo de la situación. Mientras estaba acostado miraba el techo. Y
qué sorpresa cuando vi toda la tubería y armamentazón de la estructura de los
ductos de aire, que no servían, y toda la demás estructura de construcción que
se disimulan en una casa con el techo raso. Tuve miedo que me cayera una rata
de esa estructura, y me daba miedo estar acostado, porque no tenía otra
panorámica que observar. El ventilador soplaba en la pata de la oreja y el
calor hacía que ese compartimiento fuese insoportable y desesperante. Eso hacía
que me parara más de la cuenta y me sentara o que caminara en los dos metros
que tenía a mi disposición.
A
todas estas estábamos esperando los resultados de los exámenes porque todo iba
a depender de ellos. Qué iban a hacer, no lo sé. Pero, todo dependía de los
exámenes. La doctora había hablado de cirujano. Pero, todavía yo no sabía, ni
tampoco mi cuñada, ni mi hermano, qué era lo que tenía.
Pasaba
el tiempo. En eso veo que había llegado mi otro hermano con su esposa. Habían
venido a estar conmigo. Nos saludamos. También veo al hermano que debería estar
en lo de los exámenes de la sangre y de la orina, que está con ellos. Y,
entonces, le pregunto, que a qué horas entregaban los exámenes. -- No he ido.
-- ¿Y, entonces? -- No había podido ir porque cuando se iba, el carro tenía un
caucho espichado, para remate de males. Fue, entonces, cuando llamó al otro
hermano para informarle de la situación y para pedirle ayuda por lo del caucho.
Eso retrasaba lo que pudiesen hacer en el Hospital Las Garzas. Yo no soportaba
los dolores y nada que colocaban para aliviarlos, sino más aguante. Mis
hermanos salieron disparados para los exámenes. Se quedaron mis dos cuñadas, y
yo, que no estaba con ganas de salir a pasear a esas horas de la noche, ya que
podría ser peligroso por tanta inseguridad. Mejor me quedaba donde estaba que
estaba por lo menos bajo techo.
A
mis cuñadas les tocó evidenciar lo momentos más críticos de mis retorcimientos
[1] a
partir de ese momento. Iban a solicitar un calmante y venían regañadas y sin
ninguna razón comprensible, que hubiera sido muy bueno que la hubiesen dado,
porque con lógica se entienden muchas cosas, No daban razones, tampoco daba
treguas los dolores, que ahora eran tres.
Iba
pasando el tiempo. Como a las tres de la mañana aparecen mis hermanos con los
resultados de los exámenes. Se los llevaron al enfermero de turno. Se esperó
noticias, por lo menos, que se acercara la doctora y dijera algo, aunque fuera
un grito o una grosería. Pasó media hora y nada. Y el dolor parejito, mejor
dicho, los dolores. Después de tanto insistir el enfermero mandó razón que
había que esperar a que amaneciera porque no se podía despertar a la doctora.
Diciendo eso, me dio lo mismo que le da al personaje del cine, a Hulk, aquel
personaje pacífico de la serie de TV que se transformaba en un monstruo verde
cuando le hacían entrar en situaciones de peligro, y me levanté como un resorte
y les dije a mis hermanos y a mis cuñadas, que nos fuéramos para otro sitio,
que eso no podía ser, que era inhumano y poco profesional. Que nos fuéramos. Y
nos fuimos. Tomamos los resultados de los exámenes, recogimos las toallas que
habíamos llevado y las dos cobijas por si las moscas y salimos. Yo tomé la
bolsa de la solución y con ella conectada salimos. Nadie salió a darnos las
despedidas ni a decir que aquí seguimos a la orden.
Afuera
estaban los mismos tres policías sentados. Conversaban. No preguntaron nada.
Nos despedimos, dimos las buenas noches, que más bien debieron ser las buenas
madrugadas y no dirigimos al carro. Yo iría de copiloto.