viernes, 30 de diciembre de 2016

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            Ya estaba en la sala contigua al comedor. Serían como las diez de la noche. Me había retorcido y sobado el abdomen como sopotocientas veces. De nada servían las sobadas. El dolor permanecía. Me dolía también hacia la parte de la columna. Por ahí también pasaba las manos con fuerza como para que se ahuyentara el dolor. El cuello blando ortopédico, por lo visto, estaba de adorno. En algunos momentos retorcía la cabeza como negando el dolor o como sin con ello dejara de doler. Al contrario. Estaba echado en el mueble poof de color azul intenso. Ahí encontraba un cierto alivio, pero no la mejoría. Me levantaba, me volvía a tirar en el poof. La pastilla que me había dado mi cuñada, parecía que se había ido a pasear a Hollywood, porque no estaba surgiendo ningún efecto. Y pensaba que tendría que pasar la noche, tal como había pasado la noche anterior. Mi cuñada y su esposo, es decir, mi hermano, por eso, ella es mi cuñada (¿o, no?), ya me habían sugerido ir al médico. Yo les había dicho que no, que era mejor esperar un rato más. Pero al rato lo que aumentaba era el dolor y los movimientos de cabeza.
            Ellos no sabían en ese momento que yo estaba en la sala. Cada cual estaba en su habitación. Mis dos sobrinas, o, sea… ya estaban en la suya. Y, el par de tortolitos, pues, también. Se disponían a ver la Eva, una novela colombiana muy jocosa y que yo también veía. ¡Qué escándalo, un cura viendo telenovelas! Y, menos mal, que existen esos programas tan simpáticos para alegrarnos y aliviarnos la vida. ¡Qué sería de la vida de nuestras familias sin la diversión de las telenovelas! La diferencia estaba en que yo no estaba en condiciones de disfrutar como lo disfruto de ese gran y maravilloso momento de la televisión, independientemente, de que haya una ideología de fondo, o estén lavando la cabeza a la gente con esas y otras muchas ideas. Que nos importa esos detalles que si subliminales o manipuladores de gente con otras intenciones. Lo que sé es que se pasan ratos muy buenos y alegres que nos hacen como disfrutar más de la vida diaria con sus ayes. Igualmente, en esos días habían estado sacándole detalles de ideologías y de ideas subliminales algunos analistas a la serie de El Chavo del Ocho, que yo disfruto a carcajada limpia, como el más niño. Digan lo que digan, seguiré viendo El Chavo y me identificaré con él. Es una lástima, que después de esos análisis, hayan comenzado a pasarlo menos, al punto de que ya ni lo pasan. Una lástima. Otro tanto, habían hecho, con la serie de los Simpsons, que, según mi ignorancia es de una sabrosura única y de una rebeldía profunda con mucha filosofía. Un papá que grita al hijo, y un hijo que no se le queda callado. Un Homero rebelde y contestario y muy a su manera que dice muchas verdades, hasta de fe, pero de manera contestaria. Critica de manera sutil y directa las Instituciones empezando por la familia, pasando por las Iglesias y las formas de las religiones; critica a los políticos y a la política; critica y se burla de la historia de los héroes; se burla del sistema de educación, como de la autoridad, a las que ridiculiza. Y, ¿entonces, dónde está el arte y su esencia? O, ¿es que hay que colocarle cadenas al arte y su expresión? Tal vez, nuestras generaciones de viejos estamos muy entorpecidos para entender las manifestaciones variadas y diversas de los que nos van empujando a la otra orilla generacional y nos negamos a que nos hagan sentir orillados. Los Simpsons son una filosofía nueva y representan un cambio de mentalidad. Tal vez, sea, un poco parecido a la influencia de Humberto Ecco, con su obra El nombre de la Rosa; o, más aún, un paralelo, pero en video y cine, de la revolución de Simon Freud, con su psicoanálisis. Tal vez, qué sé yo. No sabía el filósofo Sócrates, y, miren que ese sí que sabía, y, decía que no sabía nada y prefirió la cicuta; ahora, que voy a saber yo. Así, que, ¡yo, qué sé!
            El caso es que yo me estaba revolviendo en mis dolores. Eso sí que lo sabía. No sé si Sócrates lo sabría respecto a mí. Pero, lo que sí yo, era que los dolores eran cada vez más constantes. Cuántas arrugadas de cara ya no daría hasta ese momento. No sé, sí dije alguna grosería, pero, en la situación en que me hallaba, por lo menos, varios coños se me habrían salido. Y eso si que no hubiera sido extraño porque cualquier hijo de vecino en circunstancias parecidas, hasta con de la madre irían acompañados. Tampoco se trata que niegue que yo lo dijera completico. Imposible. Mejor era que no los hubiese contado porque tampoco servía que los dijera o no, porque en nada hacía que desaparecieran los dolores, que ya me tenían al punto de la locura y de la desesperación. Lo peor del caso, es que para dónde iba a correr, si para allá para donde fuera también se iría atrás el dolor, que para nada me quería abandonar. Era como un piojo. ¡Que vaina!
            Estando como estaba y en lo que estaba, es, decir, retorciéndome y pasándome las manos por el abdomen y por la espalda (ya ni sabía cuál de los dos dolía más), con muchos movimientos de cabeza, abrió mi cuñada la puerta de su habitación, con el cepillo de limpiarse los dientes untado con crema dental para disponer a darse el último aseo para acostarse. Ella no abrió la puerta con el cepillo, sino que llevaba el cepillo en la mano derecha. Me vio. Se asustó. Yo también estaba asustado, no por ella, sino por los dolores. Me llamó por mi nombre, así, como dicen las canciones religiosas de que Dios me llamó (ay, que dulce y tierno), y me preguntó que sí me dolía. No Dios, sino mi cuñada. La pregunta no estaba de más. Tal vez estaría ensayando alguna manera nueva de predicar para el domingo inmediato y la pregunta no podría estar como imprudente. Le dije que sí. ¿Mucho? Insistió. Un poquito. La cosa ya no era teatro, y si lo hubiese sido, cómo hubiera sido entonces la presentación de la obra el día en que tocara estrenarla en las tablas del teatro, porque si en el ensayo ya lo hacía tan bien, cómo, entonces, el día del día. Intercambiamos algunas palabras; yo, sentado, mejor dicho echado en el poof de color azul, moviendo la cabeza, no de negación sino de ubicación. -- Vamos al médico -- propuso la cuñada. Me quedé un ratico pensando. Asentí y dije que sí, que fuéramos. Mi cuñada, entonces, llamó a su esposo, quien se levantó como un resorte y vino a acatar el llamado de su esposa. – Vamos - confirmó mi hermano. Y todo comenzó a disponerse para ir al médico. Yo subí a mi habitación a buscar la cartera con los papeles de identificación y algún dinero extra para los gastos de medicinas. Una cuñada fue a buscar unas toallas y algunas cobijas pensando que lo más seguro era de hospitalización. Yo esperaba que se tratase de alguna inyección y nada más y pronto estaríamos de regreso. Pero, “una cosa piensa el burro y otra el que lo arrea”, como dice el refrán.

            Y salimos en el carro de mi hermano. No puedo decir la marca del carro porque sería hacer promoción a la concesionaria y no me están pagando para eso. Tal vez en la segunda edición de este libro si están interesados incluya en esta sección esos datos, pero, para eso, primero lo primero. Tampoco se interesaron en la publicidad para esta segunda edición. Tal vez, para la otra…

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