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Ya
estaba en la sala contigua al comedor. Serían como las diez de la noche. Me
había retorcido y sobado el abdomen como sopotocientas veces. De nada servían
las sobadas. El dolor permanecía. Me dolía también hacia la parte de la
columna. Por ahí también pasaba las manos con fuerza como para que se
ahuyentara el dolor. El cuello blando ortopédico, por lo visto, estaba de
adorno. En algunos momentos retorcía la cabeza como negando el dolor o como sin
con ello dejara de doler. Al contrario. Estaba echado en el mueble poof de
color azul intenso. Ahí encontraba un cierto alivio, pero no la mejoría. Me
levantaba, me volvía a tirar en el poof. La pastilla que me había dado mi cuñada,
parecía que se había ido a pasear a Hollywood, porque no estaba surgiendo
ningún efecto. Y pensaba que tendría que pasar la noche, tal como había pasado
la noche anterior. Mi cuñada y su esposo, es decir, mi hermano, por eso, ella
es mi cuñada (¿o, no?), ya me habían sugerido ir al médico. Yo les había dicho
que no, que era mejor esperar un rato más. Pero al rato lo que aumentaba era el
dolor y los movimientos de cabeza.
Ellos
no sabían en ese momento que yo estaba en la sala. Cada cual estaba en su habitación.
Mis dos sobrinas, o, sea… ya estaban en la suya. Y, el par de tortolitos, pues,
también. Se disponían a ver la Eva ,
una novela colombiana muy jocosa y que yo también veía. ¡Qué escándalo, un cura
viendo telenovelas! Y, menos mal, que existen esos programas tan simpáticos
para alegrarnos y aliviarnos la vida. ¡Qué sería de la vida de nuestras
familias sin la diversión de las telenovelas! La diferencia estaba en que yo no
estaba en condiciones de disfrutar como lo disfruto de ese gran y maravilloso momento
de la televisión, independientemente, de que haya una ideología de fondo, o
estén lavando la cabeza a la gente con esas y otras muchas ideas. Que nos
importa esos detalles que si subliminales o manipuladores de gente con otras
intenciones. Lo que sé es que se pasan ratos muy buenos y alegres que nos hacen
como disfrutar más de la vida diaria con sus ayes. Igualmente, en esos días
habían estado sacándole detalles de ideologías y de ideas subliminales algunos
analistas a la serie de El Chavo del Ocho,
que yo disfruto a carcajada limpia, como el más niño. Digan lo que digan,
seguiré viendo El Chavo y me
identificaré con él. Es una lástima, que después de esos análisis, hayan
comenzado a pasarlo menos, al punto de que ya ni lo pasan. Una lástima. Otro
tanto, habían hecho, con la serie de los
Simpsons, que, según mi ignorancia es de una sabrosura única y de una
rebeldía profunda con mucha filosofía. Un papá que grita al hijo, y un hijo que
no se le queda callado. Un Homero rebelde y contestario y muy a su manera que
dice muchas verdades, hasta de fe, pero de manera contestaria. Critica de
manera sutil y directa las Instituciones empezando por la familia, pasando por
las Iglesias y las formas de las religiones; critica a los políticos y a la
política; critica y se burla de la historia de los héroes; se burla del sistema
de educación, como de la autoridad, a las que ridiculiza. Y, ¿entonces, dónde
está el arte y su esencia? O, ¿es que hay que colocarle cadenas al arte y su
expresión? Tal vez, nuestras generaciones de viejos estamos muy entorpecidos
para entender las manifestaciones variadas y diversas de los que nos van
empujando a la otra orilla generacional y nos negamos a que nos hagan sentir
orillados. Los Simpsons son una
filosofía nueva y representan un cambio de mentalidad. Tal vez, sea, un poco
parecido a la influencia de Humberto Ecco, con su obra El nombre de la Rosa ; o, más aún, un
paralelo, pero en video y cine, de la revolución de Simon Freud, con su
psicoanálisis. Tal vez, qué sé yo. No sabía el filósofo Sócrates, y, miren que
ese sí que sabía, y, decía que no sabía nada y prefirió la cicuta; ahora, que
voy a saber yo. Así, que, ¡yo, qué sé!
El
caso es que yo me estaba revolviendo en mis dolores. Eso sí que lo sabía. No sé
si Sócrates lo sabría respecto a mí. Pero, lo que sí yo, era que los dolores
eran cada vez más constantes. Cuántas arrugadas de cara ya no daría hasta ese
momento. No sé, sí dije alguna grosería, pero, en la situación en que me
hallaba, por lo menos, varios coños
se me habrían salido. Y eso si que no hubiera sido extraño porque cualquier
hijo de vecino en circunstancias parecidas, hasta con de la madre irían acompañados. Tampoco se trata que niegue que yo
lo dijera completico. Imposible. Mejor era que no los hubiese contado porque tampoco
servía que los dijera o no, porque en nada hacía que desaparecieran los
dolores, que ya me tenían al punto de la locura y de la desesperación. Lo peor
del caso, es que para dónde iba a correr, si para allá para donde fuera también
se iría atrás el dolor, que para nada me quería abandonar. Era como un piojo.
¡Que vaina!
Estando
como estaba y en lo que estaba, es, decir, retorciéndome y pasándome las manos
por el abdomen y por la espalda (ya ni sabía cuál de los dos dolía más), con
muchos movimientos de cabeza, abrió mi cuñada la puerta de su habitación, con
el cepillo de limpiarse los dientes untado con crema dental para disponer a
darse el último aseo para acostarse. Ella no abrió la puerta con el cepillo,
sino que llevaba el cepillo en la mano derecha. Me vio. Se asustó. Yo también
estaba asustado, no por ella, sino por los dolores. Me llamó por mi nombre,
así, como dicen las canciones religiosas de que Dios me llamó (ay, que dulce y
tierno), y me preguntó que sí me dolía. No Dios, sino mi cuñada. La pregunta no
estaba de más. Tal vez estaría ensayando alguna manera nueva de predicar para
el domingo inmediato y la pregunta no podría estar como imprudente. Le dije que
sí. ¿Mucho? Insistió. Un poquito. La cosa ya no era teatro, y si lo hubiese
sido, cómo hubiera sido entonces la presentación de la obra el día en que
tocara estrenarla en las tablas del teatro, porque si en el ensayo ya lo hacía
tan bien, cómo, entonces, el día del día. Intercambiamos algunas palabras; yo,
sentado, mejor dicho echado en el poof de color azul, moviendo la cabeza, no de
negación sino de ubicación. -- Vamos al médico -- propuso la cuñada. Me quedé
un ratico pensando. Asentí y dije que sí, que fuéramos. Mi cuñada, entonces,
llamó a su esposo, quien se levantó como un resorte y vino a acatar el llamado
de su esposa. – Vamos - confirmó mi hermano. Y todo comenzó a disponerse para
ir al médico. Yo subí a mi habitación a buscar la cartera con los papeles de
identificación y algún dinero extra para los gastos de medicinas. Una cuñada fue
a buscar unas toallas y algunas cobijas pensando que lo más seguro era de
hospitalización. Yo esperaba que se tratase de alguna inyección y nada más y
pronto estaríamos de regreso. Pero, “una
cosa piensa el burro y otra el que lo arrea”, como dice el refrán.
Y
salimos en el carro de mi hermano. No puedo decir la marca del carro porque
sería hacer promoción a la concesionaria y no me están pagando para eso. Tal
vez en la segunda edición de este libro si están interesados incluya en esta
sección esos datos, pero, para eso, primero lo primero. Tampoco se interesaron
en la publicidad para esta segunda edición. Tal vez, para la otra…
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