viernes, 30 de diciembre de 2016

 

Por culpa de la tripa

(o gracias a ella)


  
Daniel Albarrán


Título original:

por culpa de la tripa (o gracias a ella)

Autor: Daniel Albarrán


Depósito legal: lf08120088002287

ISBN: 978-980-12-3236-0
Escrita en Barcelona, Venezuela,
 en mayo de 2008.
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1-Prologo del libro

PRÓLOGO DEL AUTOR




En este libro se recoge de manera jocosa mi experiencia de enfermo de una apendicitis con complicaciones. Durante toda una noche se vivieron experiencias que casi son como para una película o sacadas de una película. Lo bueno es que mientras iban sucediendo los acontecimientos yo los iba redactando en mi imaginación y en mi mente y eso hacía que la experiencia de enfermo fuese menos complicada, por lo menos, a nivel mental. Estaba enfermo físicamente pero mentalmente estaba escribiendo el libro tal como iban sucediendo las cosas. Mentalmente iba redactando y me hacía la idea de que estaba frente a la computadora escribiendo y detallando todo lo que estaba pasando. Hubiese deseado en esos momentos haber tenido mi laptop para ir transmitiendo fielmente lo que iba sintiendo y lo que iba ocurriendo. Algunas veces me destornillaba de la risa, pero sin mostrar externamente que me reía, al ver las ocurrencias y la manera jocosa como iba redactando de todo a mi alrededor. Eso, sin saberlo, me tenía muy entretenido mentalmente, con todo y todo, y eso contribuyó, sin saberlo a que viera mi situación de enfermo, como algo pasajero, aunque, a veces, las situaciones estaban un poquito más que complicadas.
Una vez realizada la intervención quirúrgica y tuve la oportunidad de conversar y una vez que el médico me mandó a levantarme y estar sentado el mayor tiempo posible, comencé a contarles a algunas personas el libro que ya estaba escribiendo en mi mente y en mi imaginación. A las personas que se los comenté, por lo que se veía lo disfrutaban, entre ellas una sobrina y una cuñada, que no se perdían detalles de los que yo les iba contando, y con seguridad iba a plasmar en papel cuando tuviera la oportunidad. Se reían a gusto y en algunas partes hacían sus observaciones como inmersas y como co-autoras del libro, aunque ellas eran parte de algunos de los personajes reales de la historia que iba a contar porque eran los personajes reales de la misma.
En esas tertulias en la clínica, sentado en la cama de enfermo, con los pies colgando en el aire hacia el frente derecho de la cama, y los co-autores sentados en el mueble-sofá de la clínica, nos entreteníamos. Yo contándoles a mi manera la redacción de lo que llevaba en mi mente y en mi archivo de disco duro o removible y ellas atentas en no perderse detalles. Fue una experiencia muy bonita esas tertulias. Las disfrutábamos. Una de esas personas hacía cada vez intentos de irse, pero, estaba tan interesante, que se volvía a instalar, hasta que se hizo de noche, que mi sobrina tuvo que darle la cola hasta su casa en Barcelona.
Discutíamos el título del libro que saldría. Más bien, les exponía las razones para escoger el título. Ellas opinaban y escuchaban mis razones, que eran bastante convincentes. La primera idea de título fue: La culpa es de la tripa, y con ello como que si copiásemos el título de aquella recopilación de cuentos en el libro titulado La culpa es de la vaca. Pero, nos parecía que no seríamos y no sería original. Además, no se trataba de echarle la culpa a nadie, ni siquiera a la tripa, que tantos problemas nos había dado, porque si seguíamos la línea de La culpa es de la vaca, la culpa la iba a tener la tripa, y más en el fondo de todo, Dios mismo, porque para qué nos puso una tripa de más, que no sirve para otra cosa que amargarnos la vida, porque de hecho, según tengo entendido, esa tripa no presta ninguna función en el cuerpo. Entonces, la culpa iba a ser de Dios. ¿Por qué, de una vez por todas, no nos quitó esa tripa que no sirve sino para amargarnos la existencia? Estamos hablando del apéndice.
Así que no nos gustaba ese título de La culpa es de la tripa. Eso nos llevaba a pensar bien en otro título. La siguiente idea fue: Por culpa de la tripa. Y este título nos parecía más suave porque no se trataba de echarle la culpa a la tripa, ni a la vaca, ni a Eva, ni a Dios, en resumidas cuentas, sino de resaltar, más bien en positivo toda la experiencia que se había vivido y se estaba viviendo, gracias a la tripa que está de más en el cuerpo, pero que nos había llevado a vivir esta experiencia de aniquilamiento casi total, en un abrir y cerrar de ojos, como en un parpadeo, pero que nos había llevado a evidenciar muchas cosas buenas, otras menos buenas, pero todas positivas, a pesar de todo, y con todo y todo. Así quedó ya fijado el título del libro que sería Por culpa de la tripa. Más adelante le coloqué el añadido complementario del “o gracias a ella”.
Así que todo listo para el libro.
Un detalle a tener en cuenta: una cosa es lo que se redactó mentalmente mientras estaba enfermo, y otra, la que se escribe cuando se escribe, ya que son dos tiempos distintos. Muy importante hubiera sido haber tenido un pendrive que registrara todo lo que se había escrito en la mente. Pero hasta ahora la ciencia no ha inventado un pendrive con esas propiedades que grabe y registre todo lo que está en la mente en algunos momentos determinados, además, ¿por dónde se metería ese pendrive para que grabe todo tal cual? Hasta ahora no es posible. Así que todo lo que se escriba, desde este momento, es lo que se recuerda, según este otro tiempo, porque es otra la circunstancia. Aquella era aquella. La de ahora es la de ahora, y un momento no se parece a otro. Cada momento es único. Así que procuraré ser lo más fiel a lo que escribía mentalmente mientras me hallaba en esa circunstancia particular. Una cosa si quisiera pedir: trate de disfrutar y padecer todo lo que viene.


El autor.

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            Serían como las nueve y media de la noche de ese sábado. Había hecho ya varias bajadas a la sala grande del comedor. Esta vez había bajado para buscar el mueble poof y llevarlo otra vez a la habitación, como la noche anterior, e intentar dormir, aunque fuera un poquito, en medio de fuertes e insoportables dolores de abdomen. Ya me había retorcido bastante en la habitación apretándome el estómago para doblegar el dolor que cada vez iba creciendo en intensidad. El día anterior también había tenido una noche terrible, y, a pesar de todo, había bajado a la parroquia a trabajar con la sección de fotografías de los niños de la Primera Comunión. Era el último grupo que faltaba por tomarse las fotografías para los Diplomas. Tomé las fotografías con un cuello ortopédico, blando, que me había mandado comprar antes de las nueve de la mañana, pensando que los dolores de los que venía atravesando la noche anterior, se trataban de afectaciones de la postura en la silla de trabajo en la oficina. Por supuesto que las fotografías las tomé con la cámara. Pero lo del cuello era una paliativo y un mientras iría al médico, por lo menos en el transcurso de la mañana, siempre y cuando se terminara en esa misma mañana toda la sección, tanto del tomado de las fotografías, como del diseño de cada diploma con datos del catequizando y su respectiva foto, con el programa Publisher, para después grabarlas bajo formato jpeg. Y así con todos y cada uno. Para después llevar en CD todos los diplomas ya configurados al foto estudio para su revelación e impresión final. Eso implicaba, ciertamente, mucha dedicación y concentración. Cualquier error era un gasto adicional porque en el foto estudio solo lo que harían, como ya nos lo había hecho con los grupos anteriores, era proceso de revelado e impresión. Repetir un diploma era un gasto más. Para eso dependía de la fidelidad de las listas de cada centro de catequesis y su exacto orden, porque a cada nombre correspondía, y, correspondería en esa mañana, a cada foto en el orden en que se habían tomado.
            La sección de fotografías había sido perfecta. El problema se me había presentado con la configuración individual y personalizada de cada diploma, que sería cambiar en el formato ya preestablecido, la fotografía y los datos, y, su respectivo archivo jpeg, es decir, formato digital para llevar a cualquier casa de revelado profesional. Esta vez no había sido la excepción. No coincidían las listas que ya se tenían del grupo respectivo con sus correspondientes fotografías. Y aquello hacía el trabajo muy complicado. Para remate de males, como se dice, esa mañana de ese sábado se había ido la luz, y eso dificultaba más la labor de configuración, por lo menos para ese día, como había sido también con la del sábado anterior. Sólo el primer grupo había salido totalmente perfecto y eso se agradecía. Se trataba de saber trabajar en equipo y en sincronización con el tiempo de la catequesis parroquial, lo que evidenciaba que sólo un grupo había puesto todo su cien por cien para que así fuera, como había sido, cosa que facilitaba el trabajo posterior, o lo dificultaba un poco, como en los casos presentes.
            Esa realidad en los acontecimientos del día hacía que se fuese acumulando mucha presión y tensión. Los dolores de espalda que venían atacándome durante esa semana, los atribuía, precisamente, a esas desincronizaciones en el trabajo de equipo, por lo menos, hacia la rapidez y agilidad para la que se había querido trabajar en este año catequético, fruto de todos los años anteriores. Había puesto todo mi cien por ciento. En las reuniones mensuales (cada primer sábado de mes) desde la primera, se había insistido en que se entregaran las listas de cada grupo. Dos grupos lo habían hecho. Los otros tres, pues, que mañana o para la próxima semana, y así nos mantuvieron durante todo el año. Ya se finalizaba la catequesis y se recogía lo que se había sembrado. No se discute que a nivel de programa y pensul de catequesis todo había sido como siempre, pero a nivel de listado y toques finales como los datos completos y otros detalles que facilitaran, en el caso concreto la confección individual de cada diploma, las cosas estaban un poquito más allá que incompletas, para no decir, que totalmente incompletas.
            Eso era motivo suficiente para estar un tanto estresado, tal vez, un poquito más de lo normal.
            Es de hacer notar que en nuestra parroquia desde hace quince años configuramos nuestros propios diplomas personalizados de la Primera Comunión. El fondo es una fotografía del Santísimo o Sagrario de nuestra propia parroquia con la identificación de la parroquia y con los datos del muchacho que hace la primera Comunión ese año, con su respectiva fotografía. Eso nos ha llevado, como fruto de nuestra experiencia en crecimiento, a tomar nosotros mismos las fotografías y después su proceso de configuración individual y personalizado de cada diploma.
Con ese modelo, estamos primero personalizando nuestro diploma, y segundo, estamos promocionando nuestra parroquia al mostrar una foto de nuestro Sagrario o Santísimo. Además, de resumir en todo él la finalidad principal de toda la catequesis de la Iglesia: promover el encuentro personal, de re-encuentro, con Jesús Sacramentado, la más arrolladora y transformadora experiencia del cristiano. En esa experiencia del tú a tú, y contigo, en la soledad del todo y la nada existencial como la perfecta sincronía del encuentro de Dios-hombre y hombre-hombre para salir más lleno de la fuerza vital y contagiosa, sin arrebatos ni fanatismos, a cargar la cruz de cada día con dignidad y gallardía.

            Todos los malestares que venía sintiendo durante esa semana los atribuía al trabajo, no solo por lo de los diplomas, sino el que ya supone la misma parroquia. Trabajo que es como es. Ni tanto, ni tan poco. Como un trabajo cualquiera, para no caer tampoco en exageraciones. En todo caso, los dolores de espalda que me estaban afectando durante los últimos cinco o siete días, en cierta manera, eran atribuidos a la postura en la silla frente a la computadora, que en esos días, tal vez, hacían sido un poco más intensos. Era la manera que encontraba para justificar mis dolores de espalda de manera casi continua.

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En esos días estaba al rojo vivo la disputa diplomática y las relaciones Colombia-Ecuador por la invasión y acribillamiento por parte de Colombia al territorio Ecuatoriano. Mentiras iban y mentiras venían. Unas mentiras ya eran verdades de tanto repetirse: como, por ejemplo, una computadora súper que era más fuerte que Superman, porque Superman, por lo menos, es débil frente a la criptonita, mientras que a la computadora, la criptonita no le hacía ni cosquillas; mucho menos bombardeos repetidos desde el aire. A lo mejor tendría un plastrón que la protegía y no dejaba que se extendiera, cubierta para que no se extendiera el mal. En cuanto a lo de plastrón, téngalo en cuenta y márquelo porque sobre eso va a girar todo este libro. Busque, por lo menos, en el diccionario o por Internet qué significa y téngalo ahí, porque a eso vamos a volver más adelante (véase la página 89).
En Bolivia estaba a punto de celebrarse un referéndum autonómico. Para qué sirve, no lo sé. En Venezuela estaba todo a punto de celebrarse la canonización de la primera santa venezolana. Para qué sirve; bueno para que la gente rece más y tenga una santa más a quien pedirle prestado y más prestado, más aún, fíao, y sin pagar. Aunque era una santa como impuesta porque la gente hubiese preferido gustosamente que ese primer santo fuese José Gregorio Hernández. Y, entonces, algunos, si no muchos, veían una injusticia hasta con los santos. Pero para ser justos, todo se trataba del trabajo de las respectivas comisiones de canonización; y era evidente, que la de la monja era más efectiva y eficiente que de la José Gregorio Hernández. En el corazón de muchos, José Gregorio Hernández ocupaba el primer lugar tanto en el cariño como en la motivación religiosa. Eso hace recordar aquel chiste de un margariteño que antes de ir a casar venados (no sé si habrá venados en Margarita, pero sea válido para el chiste) fue al Santuario de la Virgen del Valle a pedirle a la Virgen que le concediera la gracia y la suerte de cazar venados. Y, que por favor, que fuera el doble para compartirlo con ella (con la Virgen). De manera, que si iba a ser un venado, que fueran dos, uno para él, y otro para ella (la Virgen). Se fue el margariteño monte adentro. Encontró una manada de venados. Preparó su escopeta y disparó. Cayó uno. Volvió a preparar su escopeta y volvió a disparar y los venados como en estampida salieron corriendo. Y el margariteño, comenta: “!A’Dio… cómo corre el venao de la Virgen!”. Por supuesto que el suyo ya estaba seguro y era el venado de la Virgen el que había salido corriendo.
En el Paraguay, Fernando Lugo, un Obispo renunciaba a ser Obispo y se lanzaba a las elecciones de presidente, como candidato, y ganaba las elecciones. Cosas como para alarmarse y rasgarse las vestiduras, haberse visto que un Obispo dejara su peldaño y su curul en la sociedad, y dejarlo todo, por mucho más. Es decir, de estar muy bien a estar mucho mejor. Eso es de no creerse. Eso hace recordar aquel chiste del párroco que le anuncia a sus parroquianos, todo compungido de tristeza y dolor, la muerte del Obispo de la Diócesis que acababa de suceder. Le dice a la gente que se había reunido ese día para la misa: “Hermanos, nuestro ilustrísimo Señor Obispo, acaba de pasar a mejor vida”; y uno de los que estaban presentes murmuró: ¿más?”. Fin del chiste. O, sea, todavía el Obispo había pasado a mejor vida, sin ya con ser Obispo ya llevaba una vida, mejor imposible. Igual, con el caso del ex Obispo, ahora Presidente de un país. O, sea, de más para más; o, más de más. En todo caso, esa opción llevaba a resucitar la idea de la teología de la Liberación o de fuerzas parecidas dentro de la Iglesia. Y algunos se pavoneaban de saber mucho de eso, y que ahora era el tiempo de los pobres…. Bla…. Bla…. Bla… como si con ello estuvieran entendiendo y captando las profundidades radicales que propone esta hermosa teología de América Latina (con sus riesgos dogmáticos y eclesiológicos, que algunos ignoraban). Pero… bla…. Bla… bla….
En Estados Unidos se comenzaba a racionar la venta del arroz como medida ante la escasez de alimentos. Cosa, en verdad, para asustarse. ¡Haberse visto! La producción de la Súper-Súper estaba en crisis como consecuencia de la escalada constante de la subida del precio del petróleo. El crudo estadounidense caía 1,42 dólares, a 122,80 dólares por barril, a las 1755 GMT, tras haber retrocedido hasta 120,75 dólares. No me pregunten qué significa eso, porque no sé. Sólo que lo tomé del Internet justo en el momento que estaba escribiendo esta partecita. Su significado, en otras palabras, así como para uno entenderse era que el petróleo estaba más caro. Y, eso, era bueno para unos y malos para otros. Para Venezuela parecía que era bueno. El por qué, tampoco sé. Pero es de suponer que si estoy vendiendo empanadas y me están dando más de lo que vale, pues estoy ganando más, en resumidas cuentas. Todo también originado por los famosos biocombustibles. ¿En qué consiste? En que están produciendo todo lo que genera en energía el petróleo, pero con productos naturales como el maíz y no sé que otra cosa más, en sacrificio del ser humano, pues se le está quitando algunos alimentos fundamentales y básicos a algunos pueblos. Algo así decían las noticias. Para eso también se iban a reunir allá en Roma, para estudiar esa situación, que estaba en aumento. Así aparecía en declaraciones a la prensa en esta sede, o, sea, de la ONU, donde se había propuesto la celebración ese mes, de una sesión especial de alto nivel del magno organismo de la ONU de Derechos Humanos para tratar la crisis provocada por el encarecimiento de los alimentos. Así mismo, De Schutter, había indicado que su iniciativa tiene en cuenta que el Consejo fue establecido para contribuir, mediante el diálogo y la cooperación, a la prevención de las violaciones de los derechos humanos y responder de inmediato a las emergencias en ese campo. Había declarado que “tenemos una emergencia de derechos humanos y el Consejo no puede permanecer en silencio”. Y a su juicio, sería conveniente convocar esa sesión especial del Consejo para el 25 ó 26 de este mes (o sea, mayo de 2008), previa a la cumbre en junio próximo en la sede en Roma de la Organización de la ONU para la Agricultura y la Alimentación (FAO) para tratar esta crisis. En declaraciones a la prensa, De Schutter había señalado que entre los factores que habían contribuido al estallido de esta crisis alimentaría figuran los subsidios a las producciones agrícolas en los países ricos. Esos subsidios habían obstaculizado durante años el desarrollo agrícola en el Tercer Mundo, distorsionaban el mercado y deberían ser eliminados como una cuestión de urgencia” - había señalado - como, también censuró la producción de agrocombustibles y destacó que las discusiones sobre este asunto deben centrarse en el impacto que tiene en la seguridad alimentaria, así como sus efectos sociales y en el medio ambiente. Esta situación hace, que “estemos frente a un problema que constituye un desafío para la paz y la seguridad internacionales”, había alertado. Con ello, el especialista de la ONU había criticado “la imperdonable inactividad de la comunidad internacional ante los pedidos de apoyo a la agricultura en los países en desarrollo”.El experto había insistido en que el Consejo de Derechos Humanos debe identificar con urgencia las acciones necesarias para asegurar el respeto al pleno derecho a la alimentación adecuada. “Los gobiernos no pueden permanecer pasivos ante esta crisis… la pasividad o una reacción inadecuada pueden en tales circunstancias constituir una violación del derecho a la alimentación, ya sea por omisión o comisión”. Todo eso lo había dicho, tan solo en solo en una conferencia de prensa el sr. De Schutter. Mucha inteligencia y que profundidad. Igualmente, para qué sirve o serviría. Bueno, para empezar para llenar un espacio del periódico que lo había publicado. Como también para indicar que la ONU estaba todavía viva. Y, ¿para que sirve eso? Está viva y por lo menos habla, y ya eso es mucho. ¿Qué ha hecho? Hablar, como ahora… Y, eso sería, según otro experto en las materias esas de hablar y de no hacer, pero de manera Institucionalizada, pues era la ONU, ni más, ni menos, hasta el 2005 (Esta vez el que levantó la voz fue el presidente del Banco Mundial, Robert B. Zoellick, que afirmó que la crisis seguirá hasta el 2015). O, sea, que ¡creo en Dios Padre! Es decir, que falta lo peor. ¡Mi madre! Sería mejor la de ellos…
Y todo esto que si por los países productores del petróleo, según algunos. Mientras, que para otros, por culpa del neoliberalismo económico y su política.
En Estados Unidos, Barack Obama, un precandidato negro parecía tener a mucha gente de cabeza. Haberse visto. ¡Ave, María, Purísima! ¿Un presidente negro en Estados Unidos? Otra cosa que no lo eliminara en los días que faltaban para las elecciones… Estaba por verse…
En Venezuela, los cambios no cesaban. Se estaba formando el partido PSUV, por un lado. Se trataba de evolución: primero el movimiento MVR, y ahora, en madurez política y de objetivo, pasaba a ser PSUV, con clara y manifiesta inclinación al socialismo, en oposición, también abierta y declarada contra el capitalismo y sus manifestaciones. Esto asustaba a mucha gente, y a otros les daba alegría. A los que sabían lo que era invertir tiempo, trabajo y esfuerzo continuado durante toda la vida, aquello se les asomaba como el principio del fin. Para los que habían estado viviendo con lo mucho o lo poco con que habían vivido, lo veían como una suerte especial. Algunas cosas eran mejores, o por lo menos, así parecía. CANTV había bajado las tarifas, y que bien que se la hubieran quitado a los españoles. Algunos servicios de telefonía móvil como los celulares habían bajado sus tarifas. Y de esto se beneficiaban todos, uno y otros. Porque, hoy por hoy, un teléfono móvil, es, ciertamente, una bendición de la tecnología.

Y, paremos de referenciar el entorno mundial porque se nos va a convertir en una crónica mundial. Y, así, como algunos le echaban la culpa a los biocombustibles y otros al petróleo, y otros, al gobierno, y, otros a la vaca, y otros a Eva…. Nosotros vamos a lo que vamos, es decir, a, tal vez, echarle la culpa a la tripa o gracias a ella, que es lo que queremos.

Que, ¿en qué consiste? Espérese mijito, que apenas, ni hemos empezado. Y prepárese, porque por culpa de la tripa o gracias a ella, va a vivir una experiencia interesante, y con toda seguridad, en algunas partes no lo va creer (tampoco es para que crea), en otras se va destornillar de la risa (tampoco es para que se burle, aunque sí para que lo disfrute) y en otras se va a sorprender…. Y, en otras, qué sé yo…

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            Ya estaba en la sala contigua al comedor. Serían como las diez de la noche. Me había retorcido y sobado el abdomen como sopotocientas veces. De nada servían las sobadas. El dolor permanecía. Me dolía también hacia la parte de la columna. Por ahí también pasaba las manos con fuerza como para que se ahuyentara el dolor. El cuello blando ortopédico, por lo visto, estaba de adorno. En algunos momentos retorcía la cabeza como negando el dolor o como sin con ello dejara de doler. Al contrario. Estaba echado en el mueble poof de color azul intenso. Ahí encontraba un cierto alivio, pero no la mejoría. Me levantaba, me volvía a tirar en el poof. La pastilla que me había dado mi cuñada, parecía que se había ido a pasear a Hollywood, porque no estaba surgiendo ningún efecto. Y pensaba que tendría que pasar la noche, tal como había pasado la noche anterior. Mi cuñada y su esposo, es decir, mi hermano, por eso, ella es mi cuñada (¿o, no?), ya me habían sugerido ir al médico. Yo les había dicho que no, que era mejor esperar un rato más. Pero al rato lo que aumentaba era el dolor y los movimientos de cabeza.
            Ellos no sabían en ese momento que yo estaba en la sala. Cada cual estaba en su habitación. Mis dos sobrinas, o, sea… ya estaban en la suya. Y, el par de tortolitos, pues, también. Se disponían a ver la Eva, una novela colombiana muy jocosa y que yo también veía. ¡Qué escándalo, un cura viendo telenovelas! Y, menos mal, que existen esos programas tan simpáticos para alegrarnos y aliviarnos la vida. ¡Qué sería de la vida de nuestras familias sin la diversión de las telenovelas! La diferencia estaba en que yo no estaba en condiciones de disfrutar como lo disfruto de ese gran y maravilloso momento de la televisión, independientemente, de que haya una ideología de fondo, o estén lavando la cabeza a la gente con esas y otras muchas ideas. Que nos importa esos detalles que si subliminales o manipuladores de gente con otras intenciones. Lo que sé es que se pasan ratos muy buenos y alegres que nos hacen como disfrutar más de la vida diaria con sus ayes. Igualmente, en esos días habían estado sacándole detalles de ideologías y de ideas subliminales algunos analistas a la serie de El Chavo del Ocho, que yo disfruto a carcajada limpia, como el más niño. Digan lo que digan, seguiré viendo El Chavo y me identificaré con él. Es una lástima, que después de esos análisis, hayan comenzado a pasarlo menos, al punto de que ya ni lo pasan. Una lástima. Otro tanto, habían hecho, con la serie de los Simpsons, que, según mi ignorancia es de una sabrosura única y de una rebeldía profunda con mucha filosofía. Un papá que grita al hijo, y un hijo que no se le queda callado. Un Homero rebelde y contestario y muy a su manera que dice muchas verdades, hasta de fe, pero de manera contestaria. Critica de manera sutil y directa las Instituciones empezando por la familia, pasando por las Iglesias y las formas de las religiones; critica a los políticos y a la política; critica y se burla de la historia de los héroes; se burla del sistema de educación, como de la autoridad, a las que ridiculiza. Y, ¿entonces, dónde está el arte y su esencia? O, ¿es que hay que colocarle cadenas al arte y su expresión? Tal vez, nuestras generaciones de viejos estamos muy entorpecidos para entender las manifestaciones variadas y diversas de los que nos van empujando a la otra orilla generacional y nos negamos a que nos hagan sentir orillados. Los Simpsons son una filosofía nueva y representan un cambio de mentalidad. Tal vez, sea, un poco parecido a la influencia de Humberto Ecco, con su obra El nombre de la Rosa; o, más aún, un paralelo, pero en video y cine, de la revolución de Simon Freud, con su psicoanálisis. Tal vez, qué sé yo. No sabía el filósofo Sócrates, y, miren que ese sí que sabía, y, decía que no sabía nada y prefirió la cicuta; ahora, que voy a saber yo. Así, que, ¡yo, qué sé!
            El caso es que yo me estaba revolviendo en mis dolores. Eso sí que lo sabía. No sé si Sócrates lo sabría respecto a mí. Pero, lo que sí yo, era que los dolores eran cada vez más constantes. Cuántas arrugadas de cara ya no daría hasta ese momento. No sé, sí dije alguna grosería, pero, en la situación en que me hallaba, por lo menos, varios coños se me habrían salido. Y eso si que no hubiera sido extraño porque cualquier hijo de vecino en circunstancias parecidas, hasta con de la madre irían acompañados. Tampoco se trata que niegue que yo lo dijera completico. Imposible. Mejor era que no los hubiese contado porque tampoco servía que los dijera o no, porque en nada hacía que desaparecieran los dolores, que ya me tenían al punto de la locura y de la desesperación. Lo peor del caso, es que para dónde iba a correr, si para allá para donde fuera también se iría atrás el dolor, que para nada me quería abandonar. Era como un piojo. ¡Que vaina!
            Estando como estaba y en lo que estaba, es, decir, retorciéndome y pasándome las manos por el abdomen y por la espalda (ya ni sabía cuál de los dos dolía más), con muchos movimientos de cabeza, abrió mi cuñada la puerta de su habitación, con el cepillo de limpiarse los dientes untado con crema dental para disponer a darse el último aseo para acostarse. Ella no abrió la puerta con el cepillo, sino que llevaba el cepillo en la mano derecha. Me vio. Se asustó. Yo también estaba asustado, no por ella, sino por los dolores. Me llamó por mi nombre, así, como dicen las canciones religiosas de que Dios me llamó (ay, que dulce y tierno), y me preguntó que sí me dolía. No Dios, sino mi cuñada. La pregunta no estaba de más. Tal vez estaría ensayando alguna manera nueva de predicar para el domingo inmediato y la pregunta no podría estar como imprudente. Le dije que sí. ¿Mucho? Insistió. Un poquito. La cosa ya no era teatro, y si lo hubiese sido, cómo hubiera sido entonces la presentación de la obra el día en que tocara estrenarla en las tablas del teatro, porque si en el ensayo ya lo hacía tan bien, cómo, entonces, el día del día. Intercambiamos algunas palabras; yo, sentado, mejor dicho echado en el poof de color azul, moviendo la cabeza, no de negación sino de ubicación. -- Vamos al médico -- propuso la cuñada. Me quedé un ratico pensando. Asentí y dije que sí, que fuéramos. Mi cuñada, entonces, llamó a su esposo, quien se levantó como un resorte y vino a acatar el llamado de su esposa. – Vamos - confirmó mi hermano. Y todo comenzó a disponerse para ir al médico. Yo subí a mi habitación a buscar la cartera con los papeles de identificación y algún dinero extra para los gastos de medicinas. Una cuñada fue a buscar unas toallas y algunas cobijas pensando que lo más seguro era de hospitalización. Yo esperaba que se tratase de alguna inyección y nada más y pronto estaríamos de regreso. Pero, “una cosa piensa el burro y otra el que lo arrea”, como dice el refrán.

            Y salimos en el carro de mi hermano. No puedo decir la marca del carro porque sería hacer promoción a la concesionaria y no me están pagando para eso. Tal vez en la segunda edición de este libro si están interesados incluya en esta sección esos datos, pero, para eso, primero lo primero. Tampoco se interesaron en la publicidad para esta segunda edición. Tal vez, para la otra…

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            Ya serían como las once de la noche de ese sábado.
            El dilema se presentó al decidir a cuál sitio de asistencia médica acudir. A una clínica en concreto me negué rotundamente a que me llevaran allá. La fama y las historias que se cuentan de lejanos y cercanos de esa clínica me daban mucho miedo. Tenía miedo que me sacaran con los pies pa’lante, como se dice popularmente. Yo también había evidenciado porque me había tocado asistir a muchos enfermos con la Unción de los enfermos en esa Clínica, y, según las mismas historias de muchos casos, algunos pacientes habían entrado relativamente bien, y, habían salido absolutamente mal, es, decir, muertos. Sobre todo en casos de apendicitis. Por supuesto, que hasta estas alturas de la noche, no sé sabía que era lo que yo tenía, además de los dolores que me hacían retorcer y arrugar la cara, que ya no hace mucha falta que la arrugue con muecas, porque ya la tengo un poquito arrugada por los estragos de la naturaleza y de los años, sobre todo cuando me río. Ahora, cómo sería cuando me retorcía de dolor. No debió de ser muy bonita. Pero en esas condiciones de nada sirve guardar el glamour y esos detalles para perseverar la buena imagen. Qué me interesaba eso, justo en esas circunstancias.
            Mientras tanto mi hermano avanzaba, y junto con él mi cuñada y yo, que era los que íbamos en el carro, en medio de la casi media noche a un sitio de asistencia médica, sin saber a cuál en concreto dirigirnos. Sugerí, entonces, que fuéramos a Las Garzas. Tenía recuerdos muy bonitos de este sitio de asistencia hospitalaria y según lo que recordaba era un sitio muy especial, muy limpio, muy aseado, y la asistencia médica era más que eficiente. Con ese recuerdo e idea nos dispusimos ir a las Garzas, aunque lo más inmediato por la ruta que llevábamos era que fuéramos al hospital Razetti. No; al Razetti, no. Eso debe estar muy congestionado porque todo el mundo buscar ir allá y es fin de semana y eso debe estar abarrotado de heridos. Con toda seguridad.
            El carro de color gris plateado avanzaba; mi hermano manejaba. Yo iba en el puesto de atrás retorciéndome y sobándome la espalda unas veces, y otras, el abdomen. Mi cuñada iba en el asiento del copiloto tratando de auxiliarme, y hubiera sido muy bueno que me hubiese dado la mano con la mitad del dolor, por lo menos. Pero eso sí que es intransferible y tiene que ser único y exclusivo. Algunas veces, me quedaba tranquilo para no alarmar a mi hermano y a su esposa; otras, no podía, y hasta algún que otro gemido y grito de dolor se me escapaban. Los quejidos, ya ni sabían cuántos llevaba. Hubiera sido útil haber sido jugador de béisbol para contar cada detalle, que si cuántos hits, cuántas bases robadas, cuál tal o tal cual otro detalle de los que no se pierden los aficionados y locutores de este deporte para llevar unas estadísticas impresionantes, para hacer más impresionante la memoria en llevar todos esos registros en un chasquido de dedos apenas sale el jugador al plato a darle a una pelota y por la que le pagan cifras astronómicas. Tal vez, yo ya habría rotos todos los records, con gemidos y quejidos y retorcimientos de cuerpo, sin descartar las incontables arrugadas de cara. Pero, con la diferencia que a mí no me estaban pagando.
            Decidimos enrumbarnos al hospital Las Garzas. El tráfico era abundante para ser esa hora de la noche. Dimos la vuelta en el respectivo cruce y nos acercábamos al destino hospitalario. Justo, una vez, ya en la entrada inmediata que comunica hacia la zona de las emergencias, me vine en vómitos. Abrí como pude la puerta derecha trasera del carro y pa’ fuera lo que contenía en el estómago. No era gran cosa, pero para mí, era lo que me mantenía. Mi hermano detuvo el carro y se orilló hacia la derecha lo más próximo a la acera. La cuñada se bajó y trataba de auxiliarme pasándome las manos por la espalda como para que no terminara de salir lo que a todas vista no se contenía en mi estómago. Varios guaoooos producidos por las embestidas del vómito se dejaron escuchar y junto con él varias vaciadas, ahora, de puro líquido. El olor, no me lo pregunten; el sabor, menos; y las características generales del resultado del vómito, tampoco. No estaba en esos momentos para estar echándomelas de recolector de muestras o de estadísticas para detallarlas para cuando me lo preguntaran. La cuñada, por su parte, arrugaba la frente y también colocaba la boca como en piquito, tal vez, para contener el olor o en actitud de asco, que son en estos casos y en cualquiera, una respuesta instintiva ante lo que se está mirando y evidenciando de manera tan directa. Mi hermano hablaba, que si una cosa que si otra. Tampoco estaba yo para entender qué era lo que decía. Poca atención directa presto en una conversación en situaciones normales, aunque no pierdo detalles de lo que se habla… en esas circunstancias, qué ánimos de ser buen interlocutor tenía. Estaba ocupado. Estaba vomitando. Y no podía vomitar y conversar simultáneamente. Además de ser de mala educación hablar con la boca llena. Y yo si que la tenía llena, aunque fuera por borbotones repentinos. No dejaba de pasarme las manos por la espalda porque me dolía.
            Al cabo de unos diez o quince minutos le dije a mi hermano que siguiéramos, que ya estábamos cerca, que faltaba poco, que siguiera con la puerta abierta en la parte donde iba yo. -- No; es peligroso -- dijo con autoridad. Y seguimos, entonces, con la puerta cerrada, y en dos minutos más estábamos ya en la entrada de la emergencia del hospital Las Garzas. Nos bajamos. Yo con las manos en la cintura y una toalla sobre el cuello al estilo de los boxeadores cuando van a entrar al cuadrilátero, pero con la diferencia, que yo parecía, más bien, el boxeador que sacaban del ring después de una despiadada paliza. Caminaba encorvado. Mi cuñada me tomaba del lado derecho. Entramos al hall de la entrada. Tres policías estaban sentados con las piernas cruzadas. Me vieron. No preguntaron quiénes somos, qué quieren, a qué vienen, siguieron sentados sumergidos en sus conversaciones tipo tertulia. Yo sonreí como para congraciarme con ellos y, por lo menos, para que vinieran a echarme una mano. Perdí la sonrisa porque siguieron tal cual. Preguntamos por la emergencia. Dijeron desde donde estaban echados que siguiera y que al fondo girara a la derecha. Esperé una silla de ruedas o una camilla, pero, será para la próxima reencarnación que la irán a traer. Seguí como iba. Mas agachado que en posición elegante y gallarda y a paso lento. Entramos. Todo estaba solo. Miramos a la derecha, nada. Miramos a la izquierda, nada. Como los actos de magia del que hace la presentación del sombrero para sacar conejos: nada por aquí, nada por allá. Con la diferencia que en este caso, ni el sombrero. Alzamos un poquito la voz diciendo: “Hola… hola…. ¿Habrá gente por aquí que nos pueda ayuda?” Silencio. Volvimos a decir lo mismo pero en voz más alta y el silencio era la constante respuesta. Caminamos, entonces, entrando en los cubículos que veíamos, vacíos unos, y los otros también. En uno de tantos, vimos un grupito de persona que estaba sentado alrededor de una mesa de escritorio de color gris, estaba mirando una revista y el artículo que estaban viendo lo tenía entretenido. Nos acercamos. Todos giraron las caras hacia nosotros. Nadie se puso a la orden, ni preguntó qué quieren. Siguieron en la revista. Mi cuñada se aproximó más a uno de los extremos de la mesa, y preguntó que si alguien podría ayudar, porque el que estaba con actitud de boxeador con la toalla en el cuello, pero después de la paliza de los doce rounds, tenía unos dolores de abdomen que no podía soportar. -- Está bien -- dijeron. --Salgan y esperen en unas sillas que están en la parte de afuera -- pero nadie se levantó, ni para chocarme la mano, y se entiende, que no lo hiciera, ya que no nos conocíamos. Salimos. Yo como iba y mi cuñada palmoteándome los hombros como diciendo tranquilo campeón, que pudo haber sido peor.
            Salimos. Me senté. Ahí esperamos unos quince minutos. Nadie venía. La cuñada volvió a insistir. --¡Ya va! -- le dijeron, pero no dejaban la revista. -- ¿Será que nos vamos para otro lado, pregunté? -- Esperemos otro ratico -- Porque eso sí tiene mi cuñada, una paciencia envidiable. -- ¡Está bien!-- Seguimos esperando otro ratico el sugerido por la cuñada. Al cabo de otro ratico le dije a mi cuñada que fuera a ver qué iban a hacer, y si iban a hacer, porque los dolores estaban arreciando y con ellos los retorcimientos. Ella accedió y volvió. Salió regañada con la frase: -- “es que estos pacientes no saben esperar”-- pero, se condolieron y salió una mujer vestida toda de color verde, de pies a cabeza, como con una especie de bata entrecortada con pantalones. Preguntó qué tiene. Le contesté lo que sentía y venía sintiendo. Comenzó a preguntar un pocote de cosas y después me invitó a pasar a una camilla en un compartimiento del lugar. Me mandó acostar y que me bajara los pantalones hasta la cintura. No tenía alternativa. Tomó el pulso. Pasó las manos por el abdomen, de arriba abajo. En algunos sitios yo saltaba por el dolor, sobre todo en la parte derecha superior. Ella insistía en la parte baja del abdomen del lado derecho, pero ahí no me dolía. Me mandó subir la pierna. La subí. No me dolía nada cuando me hacía mover la pierna.
            En seguida dispuso que había que hacer un examen de sangre completa y un examen de orina. El examen había que hacerlo afuera, porque propiamente en Las Garzas no se hacían esos tipos de exámenes, e, igual con el de la orina. Y, que para el examen de la orina había que sondar. Cuando oí esa palabra se me brotaron los ojos. Alegué, que se podía hacer de manera normal, que yo iría al baño y todo resuelto. -- ¡Que no! -- dijo ya en voz alta. Volví alegar. Entonces intervino la enfermera y me regaño en voz gritada, que si la doctora decía que era sondado, era sondado, y punto. No me tocó otra. Trajeron los equipos y en un santiamén sentí un pinchazo en mi orgullo masculino y del que nos sentimos avergonzados de estar mostrando y enseñando. Eso no es plaza de pueblo ni pila de agua bendita donde todo el mundo mete la mano. Pero, en estas circunstancias, para dónde iba a coger con esa pata hinchada. No tenía de otra. Tomaron lo que tenían que tomar y vieron lo que yo no quería que vieran, pero, las cosas son como son, y las mías siguen siendo como son, pero con un pinchazo, que pudo no haber sido, pero, ya no había lugar para lamentos y si para quejidos porque quedó doliendo.
            Tomaron la muestra de sangre y de la orina. Mi hermano salió al lugar donde le indicaron a esas horas de la madrugada, que serían ya como la una. A mí me colocaron una solución en la vena. Yo pedía que colocaran algo para el dolor. La doctora decía que no y no daba razones. Yo insistía. Ella me volvió a regañar a grito limpio pero no daba razones. O, sea, que sondado, con dolor y regañado. Qué más se podía pedir. Encendieron un ventilador y me lo pusieron en la pata de la oreja derecha. El calor se hacía sentir.
            Me acosté. No tenía otra. O sea, opción. Cuando los dolores me desesperaban me retorcía y me levantaba para acurrucarme en la cama, o para caminar en esos dos o tres metros de libertad que me daba el colgadero de la solución que tenía en la mano derecha a través de una vía que habían tomado. Me levanté al baño, y ahí casi lloré porque el paso de la orina por la cosa que estaba recién sondada me irritaba y ardía. -- ¡Me jodieron! -- me dije. -- ¡Que vaina! -- Ahora, sí que me faltaba otra mano, es decir, necesitaba que fueran tres las manos, porque una, para que sobara el abdomen, otra para que sobara la espalda, y la tercera para que sobara lo que estaba recién sondado.
            Me acostaba a ratos y a ratos me levantaba. Iinsistía en que me colocaran algo para el dolor. La doctora había hablado que iba a hablar con el cirujano. Para qué, tampoco lo sabía, porque no lo decía, y eso que como paciente, tenía derecho a saber. Por lo menos tenía el derecho de saber de qué me iba a morir, que en nada iba a servir, pero era mejor morirse sabiendo, como si se resolviera algo de la situación. Mientras estaba acostado miraba el techo. Y qué sorpresa cuando vi toda la tubería y armamentazón de la estructura de los ductos de aire, que no servían, y toda la demás estructura de construcción que se disimulan en una casa con el techo raso. Tuve miedo que me cayera una rata de esa estructura, y me daba miedo estar acostado, porque no tenía otra panorámica que observar. El ventilador soplaba en la pata de la oreja y el calor hacía que ese compartimiento fuese insoportable y desesperante. Eso hacía que me parara más de la cuenta y me sentara o que caminara en los dos metros que tenía a mi disposición.
            A todas estas estábamos esperando los resultados de los exámenes porque todo iba a depender de ellos. Qué iban a hacer, no lo sé. Pero, todo dependía de los exámenes. La doctora había hablado de cirujano. Pero, todavía yo no sabía, ni tampoco mi cuñada, ni mi hermano, qué era lo que tenía.
            Pasaba el tiempo. En eso veo que había llegado mi otro hermano con su esposa. Habían venido a estar conmigo. Nos saludamos. También veo al hermano que debería estar en lo de los exámenes de la sangre y de la orina, que está con ellos. Y, entonces, le pregunto, que a qué horas entregaban los exámenes. -- No he ido. -- ¿Y, entonces? -- No había podido ir porque cuando se iba, el carro tenía un caucho espichado, para remate de males. Fue, entonces, cuando llamó al otro hermano para informarle de la situación y para pedirle ayuda por lo del caucho. Eso retrasaba lo que pudiesen hacer en el Hospital Las Garzas. Yo no soportaba los dolores y nada que colocaban para aliviarlos, sino más aguante. Mis hermanos salieron disparados para los exámenes. Se quedaron mis dos cuñadas, y yo, que no estaba con ganas de salir a pasear a esas horas de la noche, ya que podría ser peligroso por tanta inseguridad. Mejor me quedaba donde estaba que estaba por lo menos bajo techo.
            A mis cuñadas les tocó evidenciar lo momentos más críticos de mis retorcimientos[1] a partir de ese momento. Iban a solicitar un calmante y venían regañadas y sin ninguna razón comprensible, que hubiera sido muy bueno que la hubiesen dado, porque con lógica se entienden muchas cosas, No daban razones, tampoco daba treguas los dolores, que ahora eran tres.
            Iba pasando el tiempo. Como a las tres de la mañana aparecen mis hermanos con los resultados de los exámenes. Se los llevaron al enfermero de turno. Se esperó noticias, por lo menos, que se acercara la doctora y dijera algo, aunque fuera un grito o una grosería. Pasó media hora y nada. Y el dolor parejito, mejor dicho, los dolores. Después de tanto insistir el enfermero mandó razón que había que esperar a que amaneciera porque no se podía despertar a la doctora. Diciendo eso, me dio lo mismo que le da al personaje del cine, a Hulk, aquel personaje pacífico de la serie de TV que se transformaba en un monstruo verde cuando le hacían entrar en situaciones de peligro, y me levanté como un resorte y les dije a mis hermanos y a mis cuñadas, que nos fuéramos para otro sitio, que eso no podía ser, que era inhumano y poco profesional. Que nos fuéramos. Y nos fuimos. Tomamos los resultados de los exámenes, recogimos las toallas que habíamos llevado y las dos cobijas por si las moscas y salimos. Yo tomé la bolsa de la solución y con ella conectada salimos. Nadie salió a darnos las despedidas ni a decir que aquí seguimos a la orden.
            Afuera estaban los mismos tres policías sentados. Conversaban. No preguntaron nada. Nos despedimos, dimos las buenas noches, que más bien debieron ser las buenas madrugadas y no dirigimos al carro. Yo iría de copiloto.




[1]              Retorcimiento o retorcijo, m. acción y efecto de retorcer o retorcerse.
                Diccionario Enciclopédica Vox 1. © 2009 Larousse Editorial, S.L.

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            Avanzábamos en el carro rojo de mi hermano, que era más bien, de mi cuñada porque ella era quien lo manejaba. Aunque, viéndolo bien, tampoco era de ella, sino de su hija, que estudiaba odontología, y era, quien últimamente utilizaba el carro para trasladarse hacia y de la Universidad y para sus asuntos de estudiante. En todo caso, íbamos en ese carro, y que por razones lógicas tampoco puedo decir la marca, ya que no me están pagando para que lo publicite. Yo iba adelante, porque era más cómodo. A estas alturas llevaba algunas retorceduras de estómago y algunas más de cara. Había momentos en que me golpeaba el abdomen para ver si el bicho que tenía dentro se quedaba tranquilo, pero, “naranjas chinas y limón francés”, como dice el refranero. Qué quiere decir, no sé. Pero lo que se interpreta es que no. O sea, que no paraba el dolor.
            -- ¿A dónde vamos? -- Salieron varios posibles nombres de varios posibles sitios. Dijeron el nombre de la clínica a donde yo me negaba ir por tantas historias que se contaban de ella, y que tampoco puedo decir, porque me demandan. Y, entonces, si que es peor. Y, ahora, después de los acontecimientos, y, aún en medio de ellos, dimos gracias a Dios de no haber asistido directamente a ella desde un comienzo. Ya lo diremos más adelante. Vamos a este otro sitio propuso mi hermano… bueno, uno de ellos... Allí conocía a un buen médico y tenía experiencias muy buenas en cuanto a la calidad de su asistencia hospitalaria. Accedimos todos y nos dirigimos al lugar propuesto. Serían ya como las tres y media de la madrugada de ese domingo. Las calles estaban despejadas y todo fue fluido hasta llegar. Llegamos. Entramos. La puerta principal de acceso al servicio estaba cerrada. Por lo visto no había habido mucha actividad de emergencia. Dormían. Mi cuñada tocó las rejas de color azul brillante. Nadie salía. Ella conocía bien esas instalaciones porque era profesora en la Escuela de Guaraguao y a veces había tenido que venir con algún que otro niño para emergencia de la escuela, como una caída, un dolor de estómago repentino, o una fiebre de algunos de sus alumnos, y había sido muy bien atendida. Eso motivaba haber escogido esa opción. Nadie salía. Y, entonces, nos disponíamos a ir a otro lugar, y mientras nos montábamos en el carro, que era de mi hermano y de mi cuñada y de mi sobrina, al mismo tiempo, salió una señora con aspecto de estar despertándose y era justo que así fuera, ya que sin actividad y a esa hora, cualquier hijo de vecino haría lo mismo. Muy amable la señora se puso a la orden. Saludó a mi cuñada pues se conocían, ya que era cliente fija por lo de los alumnos de la escuela. Tan solo que ahora venía como con el director de la escuela, porque de niño tenía sólo los recuerdos de haberlo sido alguna vez. No era el director, ni como el director, era yo que me acerqué con una mano en la cintura y con el colgadero del suero que me habían colocado en el Hospital Las Garzas, en la otra mano. Nos mandaron a pasar mientras ella se ofreció a ir a buscar al médico. Tardó un poco el médico en salir. Con toda seguridad estaría durmiendo. Salió y por los gestos de la cara lo habían despertado, pero salió que fue lo importante. Preguntó detalles, de cómo y qué sentía y dónde. Dí las respuestas pertinentes con la ayuda de mi cuñada que me acompañaba. El Doctor me mandó acostar en la camilla, me mandó quitarme la parte delantera de la camisa. Hizo el tacto de rutina. Tocó aquí, tocó allá. En algunos lugares no me dolía, en otros casi me sentaba del dolor. De manera instintiva. -- La cosa está fea -- comentó. Miró los exámenes de sangre y comentó en voz alta que tenía los leucocitos muy elevados… -- aquí hay infección --. Volvió a tocar expresamente en los sitios donde dolía. Me hizo levantar la pierna derecha. No me dolía. -- Esto está feo --. Me lo iba a decir a mí, que no sabía si se veía feo, pero sí que se sentía feo y muy feo cuando venían los retortijones de barriga combinados con dolores hacia la espalda. Me mandó sentar en la silla frente a su pequeño escritorio. Tomó una hoja sin membretado. Comenzó a escribir unas cosas con mucha lentitud. -- Hay que remitirlo al hospital – comentó -- porque noto una cosa rara en la parte superior -- y dijo lo que dijo en términos médicos que me dejó en las mismas. Lo que sí sé es que era un poquito más arriba del apéndice. -- Ponga algo para el dolor, Dr. -- le propuse y dijo que no porque hasta que no se estuviera seguro que en verdad fuera apendicitis no se podía colocar nada, ya que a la hora del examen de tacto esa parte iba a estar adormecida, y casi no iba a ver dolor, entonces, sería casi imposible, o muy difícil, detectar y precisar. Era mejor esperar. Entendimos. Por lo menos ya sabíamos algo, cosa que no se había hecho ni dicho en Las Garzas y que nos había desesperado el silencio misterioso de la doctora. Mientras tanto el Dr. seguía llenado su informe para remitirme al hospital Razetti. Comenzamos a sentirnos como atendidos, como personas, ya no como cosa y era muy distinta la realidad, aunque igualitos los tres dolores, porque no podíamos dejar de descartar el de la sondada, que además de doler, ardía. Yo sentía que esa parte la tenía hinchada para remate de males. Pobrecito, qué culpa tenía, pero también le estaba tocando su parte. O sea, que juntos hasta en el dolor. Solidaridad… Solidaridad…
            El Dr. terminó su informe. Sacó del bolsillo de su camisa una cosa como una cajita negra, la abrió y puso su sello de médico en la parte superior de su firma. Nos dimos las manos. Les agradecimos sus atenciones. Nos levantamos y comenzamos a salir. Nos despedimos de la enfermera y les dimos las gracias a la vez que le pedíamos disculpas por haberlos despertado. Nos fuimos al carro. Allí estaba en la parte de afuera la otra comitiva, a la expectativa de lo que fuera a pasar. Como los tres mosqueteros, “todos para uno, y uno para todos”, pero el dolor para mí solito…Yo un poco más tranquilo, pero con los dolores. Nos montamos en el carro. Comentamos lo que nos había dicho el médico y todos estuvieron de acuerdo en que entendíamos por qué no se colocaba nada para el dolor, por lo menos, lo supimos. No era muy difícil para comprenderlo, pero si no se explican ni hablan, cómo se va a entender. Además, hablando se entiende la gente. ¿O, no? Bueno, eso dicen…
            Nos dirigimos hacia el hospital. Pero, mientras íbamos saliendo, uno de los cuatro sugirió que fuéramos a la policlínica. Asentí y todos los demás estuvieron de acuerdo. Nos fuimos hacia allá. Llegamos. Aparcamos el carro en todo el frente de la emergencia. Se bajaron mis cuñadas. Tocaron el timbre de la emergencia que estaba cerrada con doble puerta de hierro y una más de vidrio. Volvieron a tocar unas dos veces más. Nadie salía. Me bajé yo encorvado del dolor, que estaba en aumento justo en ese momento. Yo mismo toqué largo el timbre como para que abrieran porque sí. Salió un policía o un guardia de vigilancia preguntando que con quién teníamos cita. Mi cuñada se disgustó, cosa que es casi muy raro en ella porque es muy pacífica y tranquila, y le alzó la voz al guardia, diciendo, que cómo iba a ser una cita con un doctor a esas horas de la mañana, que se trataba de una emergencia, que abriera, y, creo que dijo una grosería. Bueno, para ser justos, no sé si fue ella la que la dijo o fui yo, ante la falta de cabeza y de lógica del vigilante. Al fin abrió. Pasamos. Salió una enfermera, estirándose y somnolienta preguntado qué era lo que tenía. Le resumí que dolores de abdomen y que se trataba posiblemente de una apendicitis. Fue a llamar a la doctora de turno. Al cabo de unos cinco minutos salió la enfermera diciendo que había que esperar a que viniera la doctora, y, que además, no había habitación disponible. Decir eso fue suficiente para que volviera a aparecer Hulk. Me levanté de sopetón y les dije a los tres restantes -- ¡Vámonos pa’otro lado! ¡Vámonos! ¡Vámonos! --  Y nos fuimos.
          Salimos echando pestes. Pero Dios escribe recto con líneas torcidas. Cómo hará para que salga recto y derecho lo que escribe sobre torcido, eso menos que lo sé. Tal vez Sócrates el filósofo. O, tal vez, Pepe. Y, ¿quién es Pepe? Menos, que menos, que lo sé. Pero es un decir.

          Pal’hospital. No había de otra. Al menos que nos fuéramos para la clínica, a la que me negaba a ir, con o sin razón, pero sí con determinación firme de no ir. Serían ya como las cinco de la mañana.

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            Llegamos al hospital. Entramos. Mi otra cuñada iba marcando el camino porque ese es su patiadero ya que es enfermera en el área de nefrología. Entró, saludó a algunos conocidos, sobre todo a algunas enfermeras. Más atrás iba yo, encorvado, no sé si con color o descolorido, lo que sí es que trasnochado y con tres dolores.
            Pasó derechito al sitio de asistencia de las emergencias. No había ningún médico. Todos estaban ocupados atendiendo heridos, algunos de bala, otros de tránsito, sobre todo caídos de motos. Se oían gritos de dolor. Yo como pude seguí hasta donde estaba un policía de guardia frente a un radio transmisor que sonaba a cada rato dando reportes que si de aquí y de más allá. Tal vez, también del más allá del más allá. Quizás reservando o cancelando algunos cupos con San Pedro, porque algunos ya estaban para irse, u otros apenitas habían llegado a las puertas y se habían regresado. Yo no me escapaba de esa reservación. A lo mejor, ya tendría mi cupo y faltarían algunos detalles, como el que me dieran el matarile-rile-ron, o, sea, el anuncio oficial de “se fue”, o “está a punto”. Y a punto, estaba. Me recosté en el mostrador buscando encontrar alivio al dolor que ya me tenía más cerca en la lista, aunque cuando dejaba de doler como que cedía algunos puestos y me dejaba colar en la fila y pasaba a algunos puestos más atrás. Pero, en ese momento, como que estaría de tercero o en los primeros puestos inmediatos de la puerta.
            Mientras tanto mi otra cuñada caminaba por acá y por allá, buscaba por aquí y por allí, y no encontraba respuesta positiva, sino un espere un momento que estamos ocupados. Yo busqué dónde sentarme. Miré unas sillas plateadas de huequitos y me dirigí hacia ellas. Me senté en la que menos tenía sangre al frente. Había unos zapatos deportivos ensangrentados en medio de un manchón de sangre lo que hacía pensar que por ahí había pasado un herido y además de la sangre había dejado sus zapatos. Eran muy grandes para mis medidas. Imaginé cómo debería estar y en qué condiciones debió haber llegado ese hijo de Dios al hospital. Y no digo ese cristiano porque eso sí que ni pa’saber si lo era o no. Por eso, mejor hijo de Dios, porque de eso ni la menor duda, y eso por ser criatura, obra suya.
            Los médicos estaban en unos compartimientos pequeños que según oía, en medio de los dolores, y en frente de los zapatos que eran muy grandes para mí, los llamaban “quirofanitos”. Y tendrían que ser porque estaban operando. Una doctora salió toda vestida de verde. Tenía un estetoscopio colgando del cuello y llevaba en la mano un bisturí. Salió a buscar algo. Fue a la parte interna de donde yo me había recostado y buscó en algunos armarios alguna cosa que no encontraba. Se agachó y se levantó varias veces y por lo visto tampoco lo había encontrado. A lo mejor era a mí lo que estaba buscando pero yo estaba sentado a unos siete metros más atrás. Y menos mal que no me encontró porque con la pinta que llevaba estaba dispuesta a echar bisturí por donde pasara. Yo, mientras tanto la miraba y observaba todo lo que hacía. Además no tenía más qué hacer, no tenía ni siquiera una revista para entretenerme. Así que, no le perdía detalle y la seguí volteando el cuello y la cabeza para ver dónde más se metía hasta que se metió en uno de los cubículos llamados quirofanitos. De seguro estaba operando y tendría que hacerlo sin lo que había salido a buscar y no encontró. No tardaron unos siete minutos cuando la misma doctora volvió a salir, como a buscar algo que se le había perdido y no lo encontraba, y tampoco lo encontró porque volvió al quirofanito sin nada y con el bisturí en la mano derecha extendida hacia arriba. Menos mal que no estaba loca porque con esa pose y postura, hasta el mal de abdomen se me hubiera quitado del susto. Menos mal.
            Mi cuñada se había desaparecido. Tal vez porque había visto a la doctora en esas actitudes de buscar y no encontrar y asustada diría “por aquí que es más derecho” en la huida, pero, estaba haciendo contactos. En eso siento unas palmaditas en mi espalda. Era la otra cuñada, es decir, la esposa de otro de mis hermanos, que me estaba como consolando y como diciendo “tranquilo, que la doctora está buscando otra cosa, no a usted… no se preocupe”. Además, no tenía por qué preocuparme ya que estaba muy ocupado en soportar los dolores, y que con todo y todo, me daban chancecito de mirar todo a mi alrededor para chismosear después, como lo estoy haciendo justo ahora.
            Los dolores iban y venían a su antojo. Unas veces suavecitos y constantes, y otras en mayor intensidad, que me hacían retorcer. Me sobaba el abdomen y la espalda porque a todas estas ya no sabía precisar, por fin, qué era lo que me dolía, si la espalda o el abdomen, pero en todo caso dolían los dos. En esas me vine en vómito. No había dónde dejar mi marca. El herido había dejado la suya con la sangre y los zapatos, ahora me tocaba dejar la mía y por lo visto tenía que ser con vómito. Había una papelera toda llena de sangre. La cuñada no quiso arrimarla porque le dio cosa. Yo insistía que no importaba. Ella buscó debajo de las sillas y encontró una caja alargada. La sacó y me la puso en frente en el piso. Ahí dejé mi marca. Por supuesto que la caja era un poquito grande para llenarla, pero después de unas cuatro o cinco, tal vez seis, embestidas ya iba aumentando la cantidad. A cada borbotón de vómito sentía que se me iba el mundo, me mareaba y sentía que abría los ojos un poco más de la cuenta. Comencé a sudar frío y aumentaba mi desesperación. Movía la cabeza para todos lados. Tal vez, estaría ensayando un baile de rock and roll, y qué sé yo de qué mezclas de ritmos, pero de que movía la cabeza, la movía, a la vez que pasaba las manos por delante y por detrás. Lástima no haber tenido una cámara de video para después patentar el nuevo ritmo de baile incluyendo las brotadas de los ojos y las arrugadas de cara para que fuera completo y más complicado que el baile de la macarena. Tal vez hubiera batido un record para el libro Guinness.
            El desespero y los dolores iban en aumento. Entonces, le dije a mi cuñada, que nos fuéramos a la clínica, a la que yo no quería que me llevaran porque le tenía miedo. La cuñada me propuso un poco más de paciencia y de que esperáramos otro poquito más, que mi otra cuñada estaba buscando a un doctor conocido. Lo había encontrado y le había dicho que ya venía. Está bien, asentí. Y en unos diez o quince minutos más apareció mi otra cuñada, con noticias alentadoras, de que ya venía el médico. Me dijo que me levantara y que la siguiera porque el médico me iba a ver en otra parte de la misma emergencia, un poquito más adentro. Me levanté. Mejor dicho me levantaron porque los dolores no me permitían ese lujo. Una vez de pie nos dirigimos al sitio. Me hicieron sentar en otra silla parecida en la que había estado y en eso apareció el médico. Me revisó, hizo un cuestionario, me imagino que de rutina para ellos tener alguna pista para guiarse, y me quería hacer recostar para hacer el tacto del abdomen, pero no había camilla disponible, ni un mesón ni nada que se pareciera a una cama o camilla improvisada. Todo estaba repleto de pacientes de emergencia. Le sugerí al doctor que me podía recostar en la misma silla donde estaba que era de tres puestos, que ahí podía ser. El médico asintió y ahí me recosté. Me entrequité la camisa. El médico comenzó su labor de tanteo y de tacto. -- ¿Le duele? -- No. -- ¿Aquí? -- Tampoco.-- Y en donde me dolía no lo decía, sino que casi me sentaba por instinto a la reacción defensiva y de respuesta automática. En la parte izquierda no me dolía sino el impacto de la presión de los dedos del médico. Pero en la parte derecha, sobre todo en la parte superior, ahí veía colores y sentía los dolores. El médico insistía en la parte baja del abdomen. Ahí no me dolía. Me hacía levantar la pierna derecha y todo normal, no me dolía nada. Volvía a presionar y a tantear en la parte baja del abdomen y todo bien, no me dolía, el problema estaba en la parte superior; ahí si me dolía.
-- Hay que operar – comentó el médico. Estaba ahora una doctora también, quien también repitió la misma rutina de revisión. Había algo que a la doctora no le convencía. Hablaron entre ellos en sus términos médicos que yo no entendí ni una palabra. El doctor mandó prepararme para la operación de inmediato porque era apendicitis y al mismo tiempo mandó preparar el quirófano porque este hijo de Dios, y, ahora, sí cristiano (este cristiano) se iba pa’quirófano. Le sugerí al doctor, que mientras tanto, me pusieran algo para el dolor. El doctor llamó a la enfermera, le dijo algo que yo tampoco entendí, la enfermera dijo que sí, y en dos o tres minutos más me estaban colocando una botella de solución, y con una inyectadora tamaño familiar me inyectaron algo. Y en cuestión de unos diez o quince minutos, ya el mundo para mí era diferente, ya no dolía tanto, o, por lo menos, empezaba a doler menos.
Me mandaron pasar hacia adentro porque hasta ahora estaba en los pasillos. Adentro era en la salita contigua a un escritorio porque más adentro estaban las camillas y estaba full de pacientes. Me senté en el extremo hacia la pared. Era de tres puestos. Mis dos cuñadas se sentaron en los dos puestos restantes. Serían cerca de la seis de la mañana, tal vez, seis y media. Ahí me senté y como pude, ya con menos dolor, pude dormir algo. Había pasado toda la madrugada para no decir toda la noche pa’rriba y pa’bajo y ahora ya como que todo era diferente, por lo menos así se vislumbraba. Ya, por lo menos, habían detectado el mal, era apendicitis y por lo menos habían colocado calmantes. Ya era otro cantar.
Se acercaba la hora del cambio de turno del hospital. El doctor insistía que tenía que operar, y ya. El problema se presentó con la doctora que estaba con él que se negaba a operar. Alegaba que ya era muy tarde y que estaba muy cansada. Que era mejor que lo hiciera el doctor o los doctores del nuevo turno y que faltaba poco para el cambio. Que ella no iba a ayudar a operar. Se presentó un tira y empuje. Que no. Que sí. Y lo hacían frente a mí. Yo oía. Yo le daba la razón a la doctora, tampoco era que me la estaban pidiendo, pero lo pensaba. Aunque, en el fondo-fondo de mí, me decía que operaran de una vez, para salir de una vez por todas de todo este padecer. Pero la doctora tenía toda la razón.
El caso quedó resuelto. Llenaron la ficha médica. Y determinaron que se trataba de apendicitis para que los del nuevo turno hicieran lo que tenían que hacer.

Pero, “una cosa piensa el burro y otra el que lo va a montar”, dice el refrán. Porque ahora es que viene lo interesante.

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            Se dio el cambio de turno. Yo estaba sentado en una de las sillas, ya en la parte interna, por lo menos, donde los médicos hacían los registros y sus anotaciones. Gente entraba y salía. Aquello era un mercado. Yo, mientras tanto, lograba dormir un poquito, por lo menos, lo que permitían las circunstancias. Mi cuñada me arropaba la cabeza y buscaba que yo no tuviera frío. Yo me movía buscándole acomodo al cuerpo y buscando la parte más blanda de la silla de metal color plateado y de huequito, pero no tenía ningún lado suavecito, todos eran iguales. Me recostaba hacia la pared para apoyar la cabeza y poder dormir. Dormía un ratico si, y el otro, a veces. Los portazos de la puerta cuando se abría y cerraba hacía que uno pegara un brinco y el poquito sueño que se podía haber conciliado se esfumaba, y otra vez a volver a luchar entre si y el entre mientras se pueda o pudiera dormir, o, más bien dejaran. Tampoco era que estaba en un hotel cinco estrellas. Estaba en una emergencia de hospital y era lógico que fuera como era y es.
            En cuestión de un tiempecito se volvió una algarabía de gente vestida de blanco, algunos con estetoscopio colgando del cuello, otros solo con bata blanca. Tal vez, como quince. Algunos eran estudiantes o pasantes. Ni para saber cuál era quien y cuál qué. Es como los militares. Para mí todo son iguales. Si llevan una o dos o cuatro estrellas, no sé, y tampoco sé dónde las llevan y para qué les sirve. Para mí, ni para saber quién es más arriba y quien menos. Y eso que había sido capellán militar, pero no me fijé en saber las diferencias. Todos eran igualitos para mí. Igual, con ese poco de batas blancas. Lo que lograba diferenciar era que algunos llevaban un estetoscopio y otros no. Lo que sí me llamaba la atención era lo jóvenes que eran todos. Y me alegraba que todos ellos fuesen médicos, aunque algunos pichones de médicos, qué iba a saber yo, para mí todos eran médicos. Me alegraba ver tantos médicos jóvenes.
            Los médicos que estaban entregando la guardia estaban dando todos los informes como de memoria de cada uno de los pacientes. Aquel de allá tiene apendicitis, oí decir, y supuse que estaban hablando de mí. Pero no me quité la cobija de la cabeza ni de la cara esperando que vinieran por mí. No pasaron diez minutos cuando un grupo como de quince embatados de color blanco estaban donde yo estaba. Venían por mí. Me llenaron de preguntas y preguntas. Yo contestaba. Dónde, cómo y de qué forma le duele. Dije lo que pude y señalé aquí, más allacito y otro poquito más acá. Siéntese, me dijeron. Pero, ya lo estaba pero bien arropado porque hacía mucho frío. Vamos a revisarlo, pero no había camilla. Les dije que si querían podía ser en esa misma silla. Aceptaron y mis cuñadas tuvieron que levantarse y yo me estiré sin dejar de encoger los pies instintivamente con el contacto del metal frío de las sillas. Me pelaron la camisa y empezaron a tantear, o mejor dicho a meter la mano como si fuera pila de agua bendita, pero qué podía hacer, tenía que estar agradecido, más bien, que metieran la mano, hasta un cierto límite por supuesto. No dejaron de desabrochar el pantalón y me puse mosca para que no se viera el paraíso por la parte de la vega, como dice Aquiles Nazoa[1], en el poema donde habla de la caída de Adán y Eva. Porque con todo y lo enfermo que uno pueda estar, siempre el pudor juega su papel, y menos mal, porque tampoco es pa’tanto… Porque también era verdad que el problema lo estaba generando una tripa, pero, tampoco era para que confundieran tripa de tripa. ¡Eso, sí que no!…O, quien quita que la otra estaría bien escondida, asustada también… Pero, cada cual reacciona como mejor le conviene… Y cada una reaccionaría como le convendría.
            El médico que había determinado que era apendicitis daba sus razones para sostener su análisis. Pero, el doctor que estaba recibiendo no compartía la misma opinión y decía que había algo más, no solamente lo de la apéndice. La otra doctora metió la mano pa’rriba y pa’bajo, no tan abajo menos mal, y repetía la segunda opinión. Yo estaría sonrojado con toda seguridad y buscaba tapar con las manos mientras los médicos no metían las suyas. Ahí se estuvieron un buen rato entre hablando y opinando. El médico que recibía opinó que había que mandar hacer más exámenes de sangre, además de un eco y de una tomografía, porque según lo que detectaba había “un plastrón”, pero lo curioso era que según el tacto no propiamente en la parte del apéndice, sino más arriba. Volvían a tocar y tantear y continuaban las diferencias de opiniones. El primer médico, que había dicho que era apéndice y que estaba haciendo la entrega de la guardia, se mantenía en la opinión de que no había ningún plastrón y sí una apendicitis y que había que operar. Yo me inclinaba a opinar como él, claro que no decía nada, y mejor que no hubiese dicho nada, porque qué cara… cas iba a saber yo de eso, aunque ya me había graduado en soportar el dolor. Claro que me inclinaba a darle la razón al doctor, y yo no estaba para dar opiniones, ni tampoco era una encuesta lo que se estaba haciendo, sino algo muy serio, y que sí qué, era porque yo quería salir de una vez de ese mal. Ahora con ese bicho nuevo que tenía, ese “plastrón” allá dentro, se complicaba la cosa. Lo bueno era que casi ya no dolía porque me estaban tratando con antibióticos y analgésicos y la cosa era distinta.
            Decisión final: hay que ir a la clínica a hacer el eco y la tomografía para determinar con precisión. Antes sacaron sangre para un estudio completo de hemoglobina. Y, entonces, con la orden del médico, nos dirigimos en el carro rojo a la clínica, a la que yo me había negado desde un principio que me llevaran porque había escuchado tantas historias. Mi hermano y una cuñada su fueron para la casa a tratar de dormir algo. Serían ya como las nueve de la mañana. Era domingo. Antes, como a las seis y media yo les había mandado mensaje de texto por el celular (¡qué maravilla de invento, realmente!), a algunos de la parroquia, tanto a la señora que limpiaba y veía de la parroquia cuando yo no estoy, y a dos ministros extraordinarios diciéndoles que yo estaba en el hospital y a punto de operación quirúrgica y que resolvieran ellos allá. Que en vez de misa, porque el padre estaba en donde y como estaba y no podía ir, aunque quisiera, que celebraran la liturgia de la Palabra y todo lo demás de la liturgia correspondiente. Ellos eran expertos en esos menesteres litúrgicos y además estaban más que preparados.
            Llegamos los tres a la susodicha clínica. Nos sentamos y esperamos nuestro turno. Había dos personas antes que nosotros. Yo cargaba el envase de plástico y sus mangueras que estaban conectadas a la vía que estaba tomada en mi mano derecha. Los tres hablábamos del tal plastrón y nos asustaba ese bicho, y de lo que pudimos entender cuando los médicos en el hospital intentaron explicarnos, era como una especie de membrana que sale a cubrir una infección y la recubre para que no se riegue en el resto del cuerpo. Habíamos quedado igualitos. Sólo sabíamos que era un bicho raro que estaba haciendo una función específica para que no se contaminara el estómago y todas esas partes de adentro. Apenas llegamos a la clínica y dijimos que íbamos para hacerme una tomografía, me dieron un líquido para que me lo tomara todo, de manera que en el examen se pudiese evidenciar mejor lo que ellos iban a observar. A cada dos o tres minutos yo me tomaba un vasito de ese líquido que me sabía a gloria porque tenía mucha sed, y hasta me parecía dulcito y sabroso.
            Al cabo de casi hora y media y después de que ya habían pasado y salido los dos que me precedían me tocó el turno a mí. Allá adentro me quitaron la camisa, o no me la quitaron, ya ni me acuerdo. Lo que sí es que me volvieron a dar otro vasito del mismo líquido y me metieron en una especie de túnel abierto, mirando hacia arriba y con las manos por encima de la cabeza. Sonó una cosa, así como eléctrica, como del sonido de un gato hidráulico, y la cama del como túnel sobre la que estaba acostado comenzó a moverse hacia atrás buscando que yo quedara debajo de cómo un tubo grande. Allí me dejaron un ratico. Una cosa sonó y se movió como una luz de manera circular hacia la derecha. Me estuvieron así un buen rato y no sentía movimiento de nada. Justo encima de mi cabeza había una figurita de Mickey Mouse y su pareja y me entretuve mirando las figuritas de Walt Disney. Las miré y me sonreí, por lo menos ese detalle estaba muy bonito. Pasaba el tiempo y no se movía la máquina. Alcé varias la cabeza como para cerciorarme que no estaba solo, y estaba solo, por lo menos en esa sala. Seguí esperando. Nada sucedía. Ni ruido, ni sonido, ni nada. Seguí esperando. Ya me estaba inquietando y ya me estaba dando mucho frío, y, ahora si recuerdo que me habían quitado la camisa, por eso tenía más frío de lo normal. Intenté sentarme y logré ver hacia el cubícul,o y ví que el joven que estaba manipulando la máquina, supongo que el técnico, estaba hablando por celular muy a sus anchas y por lo que pude mirar, tal vez me traicione la situación en que me hallaba, estaba simultáneamente hojeando una revista. El joven se percató de mis movimientos y dejó de hablar, y entonces, empezó a operar la máquina que esta vez comenzó a moverse en la parte de adentro. Giró a la izquierda, giró a la derecha. Sonó. Una lucecita giraba en ambos sentidos. Y en menos de dos minutos empezó a sacar la cama hacia fuera del como túnel abierto en el que me hallaba. – Listo -- dijo. Me ayudó a sentar y a colocar la camisa, con el enredo del suero y las mangueras que conectaban a mi mano. Me senté. Me ayudó y salí. -- Espere afuera -- dijo. Y salí, como un poquito disgustado y como encarándolo. Afuera estaban mi otro hermano y mi otra cuñada. Se echaron a reír cuando me vieron. También yo. Y me senté en medio de ellos a hablar de todo y de nada mientras esperábamos los resultados.
            Esperamos unos veinte minutos más. Salió una doctora dando explicaciones y confirmando la existencia del plastrón y recomendando que no era prudente intervenir quirúrgicamente en esas condiciones, que lo mejor era un tratamiento con antibióticos, por lo menos, por siete días, y que sólo después sí se podía pensar en operación. Le insistimos en que faltaba el eco. Ella dijo que no era necesario ya que en la tomografía se evidenciaba todo y que según su opinión, el eco estaba de más. Ya se había pagado. Nos dimos las manos, nos despedimos y salimos de la clínica rumbo al hospital.



[1]              Véase el poema de Aquiles Nazca, titulado “Un sainete o astrakan donde en subidos colores se les muestra a los lectores la torta que puso Adán”… Dice la parte referida:

                Sale Adán junto a la fuente
jugando con un rana,
diversión intrascendente
muy propia de un inocente
que no ha comido manzana.
               
Y es aquí cuando Eva
llega con un traje tan conciso,
que se le ve El Paraíso
por la parte de La Vega

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            Una vez en el carro rojo de mi hermano, de mi cuñada y de mi sobrina, al mismo tiempo comenzamos a hablar del “plastrón”. Y el carro, es de mi hermano porque él lo pagó y que era mío y yo se lo vendí, prácticamente regalado digo yo… recordemos que siempre el que vende, dice que vendió baratísimo; y el que compra, siempre dice que compró muy caro… de mi cuñada, porque él lo compró para que ella se desenvolviera para ir y venir al trabajo y para sus cosas de ama de casa; y de mi sobrina, porque era ella quien últimamente lo manejaba para ir y venir a/y de la universidad; y, que al mismo tiempo, que también era mío, porque todavía los papeles estaban a mi nombre, pero, que a conciencia no me pertenecía. Cuestión de conciencia. En todo caso, ya íbamos en ese carro de múltiples dueños, e íbamos hablando del plastrón. Cada uno hablaba lo que sabía y entendía, y por lo visto, era muy poco lo que habíamos entendido y sabíamos. Yo hablaba que el médico había dicho que era una membrana que sale a cubrir cualquier infección para que no se extienda por el resto del cuerpo y evitar males mayores como una peritonitis, sobre todo en el caso de una apendicitis, pero que también puede suceder con cualquier otra parte en la zona interna de los intestinos. Así lo había entendido yo, otra cosa que así hubiera sido lo que el médico había intentado explicarnos para que tuviéramos una idea. Porque ellos hablan con sus términos y uno se queda con los ojos blanqueados echándoselas de que entendió todo, y a decir verdad, si acaso se le graba a uno el nombre de lo que uno tiene, que en este caso era un bicho raro que se llamaba “plastrón”. El médico del hospital ya nos había adelantado que se trataba de esa posibilidad y nos había explicado, otra cosa era que hubiéramos entendido. Lo de la tomografía era para verificar la sospecha y en caso de ser afirmativa comenzar a aplicar antibióticos por siete días consecutivos con reposo absoluto.
            Llegamos de regreso al hospital. Mi cuñada y yo nos bajamos mientras mi hermano buscaba dónde dejar estacionado el carro que tenía muchos dueños, mientras no se le antojara a algún ladrón anotarse en la lista, por supuesto, por eso había que dejarlo bien estacionado, por si las moscas.
            Una nota que me ha faltado reseñar hasta ese momento es que nadie sabía que yo era sacerdote. Nadie me lo había preguntado y no tenía por qué decirlo yo. Me habían tratado como un hijo de vecina, sin más, ni menos, y el trato había sido realmente muy especial, en las circunstancias de tanta gente que salía y entraba y de enfermos de todas las condiciones y circunstancias, unos menos enfermos, otros, un poquito más, y otros, en las fronteras del más allá. Yo, ni para saber en cuál había estado o podría estar. Yo, con todo y todo, me sentía con mucha vitalidad, a no ser por el plastrón que me hacía suponer que en un santiamén me llevaría derechito a conversar con San Pedro. Y eso no me preocupaba porque en uno de mis libros (cfr. el piar de un gorrión) hasta le había escrito una cartica y lo llamaba de “Pedrito”; o, sea, que por lo menos tenía alguna familiaridad, por lo menos de mi parte. Quien sabe si de él hacia mí, e iría a tener en cuenta ese detallito de la carta. O, tal vez, me tocaría más severa la cosa por el abuso de confianza de mi parte. Pero sentía que todavía estaba muy lejos de esas fronteras porque me sentía con fuerzas. Pero se han visto casos… Se han visto…
            Entramos al hospital. Una vez adentro salieron unos jóvenes vestidos de blanco y que eran estudiantes de medicina y se dirigieron directamente hacia mí. Me pidieron la tomografía y se fueron derechito a la parte interna. Yo iba detrás de ellos, como Pedro por su casa, ya me sentía en ambiente, con mi colgadero del suero y manguera conectados a la mano derecha. Los estudiantes abrieron el sobre de color anaranjado y levantaron una lámina, porque eran dos, contra luz para ver, pero ninguno supo decir nada. -- Pero esto no es el eco -- dijeron casi en coro. -- No hace falta -- repuse yo -- eso fue lo que dijo la doctora de la clínica porque en esa tomografía se evidencia todo. El eco está de más -- dije yo que había dicho la doctora. Entonces los jóvenes, que serían unos cinco, de entre ellos, dos muchachas, colocaron las láminas en un aparato que estaba colocado en una de las paredes y encendieron una luz. Ahí se podía ver todo. Yo veía como una especie de plato de ensaladas repetida en cada cuadro. No veía ninguna diferencia y no entendía dónde estaba ni siquiera una tripa o el apéndice, mucho menos el “plastrón”. Para alivio, en cuanto a conocimiento, ninguno de los muchachos estudiantes tampoco sabía. Uno de ellos tuvo la valentía de alumno que busca saber y aprender y preguntó qué dónde estaba el plastrón. Ellos comenzaron a hablar. Uno que aquí y señalaba. Otro, que no, que eso era, y decía sus términos médicos. Otro, que más abajo, que estaba clarito. Yo, mientras tanto miraba de pie las láminas y lo único que lograba ver en blanco y negro era un plato de ensaladas. No veía más. Ahí sí que es válido aplicar el refrán de que “el que no sabe es como el que no ve”, y yo, ni sabía ni veía nada. Tampoco ahora, después que al menos sé un poquito más de casi nada, o nada, que eso ya es mucho pedirme. Ya saber que no se sabe es un buen comienzo en el saber, y es el punto de partida para querer buscar y conocer sobre lo que no se sabe. Así yo: no sabía. Tal vez, como Sócrates, aunque muchísimo menos, porque ese sí que sabía…
            Yo seguía de pie mirando lo que los estudiantes miraban. Algunos se giraban para mirarme y yo les sonreía como comprobándoles que yo estaba haciendo el ridículo de pie y sin saber qué hacer. Creo que se me parecía un poco a la sonrisa que da Peter Sellers en la película la Fiesta inolvidable, después de cada torpeza, para destornillarse de la risa. Tal cual me sentía. Y no tenía para dónde ir. Tenía que estar así y ahí hasta que dispusieran otra cosa. Volvía a repetir la sonrisa, y con el colgadero del suero en la mano.
            Al cabo de algunos minutos llegó el doctor que había mandado hacer la tomografía. La miró en el aparato de la luz blanca y les indicó a los estudiantes cuál era el plastrón. Por lo visto, ninguno había dado pie con bola en todo lo que habían dicho. Yo no entendí nada. Tampoco estaba para entender sino para que me atendieran. No podía dar más. Entonces, el médico dispuso que me colocaran antibióticos y que prepararan una de las dos camillas que estaban disponibles en esa sala. Yo alegué que mejor me quedaba sentado en la silla donde había estado sentado antes. La razón era que las dos camillas estaban hasta el tope llenas de sangre. No se preocupe dijo una de las muchachas estudiantes y empezó a limpiar una camilla. Y se dedicó a eso. Yo hubiera preferido la silla, pero el que manda, manda y yo no estaba para sugerir, sino para agradecer.
            En menos de diez minutos ya la muchacha había limpiado la camilla y había colocado unas como sábanas quirúrgicas de color azul. En eso entró mi cuñada, y sacó del maletín negro que cargaba unas sábanas y cubrió la camilla, colocó un par de cobijas, entonces, me subí a la camilla. Ya estaba instalado y hospitalizado de manera oficial. Ya habían llenado todos los registros con un poco de preguntas, que si fuma, que no, que si bebe, que no, que si baila pegado, eso no me lo preguntaron; que si tiene cáncer, todavía no, tal vez otro día, pero hoy no; que si es alérgico a cualquier medicina, que no; que si sufría de la tensión, que no; que si tenía novia, tampoco me lo preguntaron; que si alguien de la familia había sufrido de cáncer, que no; que a qué hora me iba a morir, no lo sé…. Y un bojote de preguntas, que si por aquí y que por si allá, todas necesarias para completar la historia médica, como ha de ser lógico. Y todo para estar cómodos todos e informados todos, a la hora de cualquier emergencia, supongo.
            Vino una enfermera. Había hecho ya varios intentos por tomarme la vía por la que me mantendrían la solución médica y me inyectarían los antibióticos. En el primer intento falló y tuvo que sacar la aguja, pero quedó el dolor y el hoyito en la mano, medio sangrando, por supuesto. Intentó la segunda vez y volvió a fallar. Ella decía que yo tenía muy ocultas las venas. Le dije que la culpa era de la vaca. Ella no entendió. Volvió al tercer intento y lo logró, mientras tanto mi brazo derecho ya se estaba pareciendo a una regadera de ducha. Cinco jóvenes estudiantes estaban ahí y conversaban muy amigablemente, sobre todo la muchacha que se había esmerado en limpiar la camilla y que había llenado la historia médica junto con la otra que le hacía compañía, me imagino que en pareja de equipo de estudio y de trabajo. – ¡Ay! – fulana -- ¡la culpa es de la vaca! -- le dije -- pero tampoco ella entendió. Entonces, comencé a contarles el cuento de la culpa es de la vaca. Todos se interesaron y también la enfermera, que decía que por favor, no la hiciera sentir mal, que eso siempre sucede. No era mi intención que se sintiera mal, sino que tuviera más tino y puntería, porque dolía. Mientras iba contando el cuento de la culpa es de la vaca los muchachos iban tomando más confianza y se reían y le echaban broma a la enfermera, que también yo lo hacía de vez en vez. Ella tampoco se perdía el cuento. Estaba ahí escuchando. Pero, no puedo aquí repetir ese cuento completo, porque algunas editoriales de libros tienen una muy fea costumbre de colocar en la parte de los créditos de los libros, en donde aparece el ISBN y todos los demás detalles de la casa editorial y del taller de la imprenta y la fecha, que está totalmente prohibido copiar, repetir, publicar por cualquier medio escrito u oral o electrónico cualquier parte de ese libro en concreto, so pena de demanda por parte del autor. Y, lamentablemente, según recuerdo, esa observación aparecía en el libro de la editorial que yo leí cuando leí ese libro en concreto. ¿Entonces para qué publican un libro? Se pregunta uno. Una pendejada de estricto sentido de derecho de autor. Se supone que se escribe y se publica es para que se lea y se extienda lo que se lea. Pero, bueno hay que respetar esas leguleyalidades con sus pretendidas defensas.
            El caso concreto del cuento, para volver al contenido, es que la moraleja es que quien tiene la culpa de que los cueros de las vacas con los que hacían zapatos, correas y bolsos, estén rotos y maltratados, es de las vacas que se rascaban con las cercas del criadero. Por eso la culpa es de la vaca. En otras palabras, la culpa la tienen los demás y no quien tiene que asumir la responsabilidad de sus actos inmediatos. Porque es muy fácil echarle la culpa a los demás y no asumir responsabilidades. En el caso de la enfermera, ella no era la responsable en que no hallara la vena, sino la vena misma, como tal. Y muy en el fondo yo era el culpable y no ella quien era la responsable de su trabajo, precisamente, porque la culpa es de la vaca. Al final del cuento, con su aplicación de la moraleja, parece que la enfermera entendió algo, aunque creo que no. Los muchachos la entendieron al tiro, como se dice, porque, ante cualquier cosa o torpeza de alguno de ellos, se les oía decir, que la culpa es de la vaca, y esa expresión la tenían entre ellos después de esa bonita tertulia. En esa de encontrar y no encontrar la vena, y en el momento de llenar el formulario de ingreso oficial al hospital, como era lógico porque el formulario tenía esa pregunta, se enteraron que era sacerdote, y el trato empezó a ser deferente[1], aunque ya le era desde un comienzo.
            Inyectaron lo que tenían que inyectar. Los muchachos daban sus vuelticas a verme. A algunos les guiñaba el ojo y correspondían con otro guiño. Algunos venían a solo preguntar cómo seguía. Todo estaba estable. El dolor muy mínimo, y yo, encontrándole el gustico a la camilla. Gente entraba y salía. Algunos gritaban en la parte de afuera. Se oía que preguntaban por el paciente tal o cual, y a voz en grito daban respuestas, que está en quirofanito, que lo subieron a piso, que lo están enyesando, y así uno y otro caso, según el caso.
            Sería ya como cerca de mediodía. Hambre no tenía. Sueño un poco pero no se podía dormir con tanto trajín externo, sobre todo, por los portazos de la puerta cada vez que la abrían y la cerraban, mejor dicho, tiraban, porque por la manera del sonido, no la cerraban, sino que dejaban que se fuera con el impulso con que la abrían. Y a cada portazo un brinco en la camilla en donde como que quería quedarme dormido, pero, que era misión imposible con lo portazos.
            Entraron mis cuñadas y mis hermanos a saludarme. Yo estaba instalado. Ya sabíamos, porque el médico les había explicado, que me tendrían hospitalizado por siete días y en cuidados muy vigilados hasta que el plastrón cumpliera su trabajo, y sólo después, tal vez unas seis u ocho semanas más tarde, se podría ir pensando en la operación para sacar lo que quedara del plastrón. Que la situación era muy delicada porque se corría el riesgo de que explotara no sé qué cosa allá adentro y entonces sí que la cosa era grave, muy grave. Mis hermanos habían hablado con el médico para que me dejaran llevar para la casa y que ellos se comprometían a cumplir al pie de la letra con el tratamiento. Había una gran ventaja y era que mi otra cuñada, era enfermera y ella se comprometía a cumplir todos los cuidados debidos y por haber. El médico dio sus razones y se negó rotundamente. Explicó que la situación era muy delicada y que si explotaba y estaba en el hospital era más fácil intervenir y auxiliar inmediatamente. Mientras que si me llevaban para la casa y explotaba, a lo mejor, no daría chance ni de llegar, y entonces, sí que era complicado. Nada sirvieron los alegatos de mis hermanos. Más bien salieron regañados y con toda la razón porque la cosa era muy re-quete-delicada.
            Comenzó a llegar la visita. Algunos de la parroquia se acercaron a saludarme. Me daban la mano y yo se las estrechaba. A algunos se les aguaba los ojos. La primera familia que llegó fue una a la que en la tarde del día anterior había ido a bendecirles su apartamento. Eran tres muchachas y la mamá. Echaron broma y hablaron conmigo. Nos reíamos y la pasamos bien. Se estuvieron como una media hora. Nos volvimos a dar las manos y nos despedimos. Al poquito tiempo llegó una señora, que según mis hermanos tenía rato afuera y no se atrevía a decir nada ni a pasar, hasta que se armó de valor y pasó. Igual, me dio la mano, se la estreché. Conversamos un buen rato, de los síntomas y de los dolores de antes de, y de por qué no había asistido a un médico. Ya pa’qué. Lo que fue, fue dijo la boba. No había que quedarse en lo que pudo haber sido y no fue. Lo que fue, fue. Y lo que era, era, y era que estaba con un plastrón y acostado en una camilla del hospital Razetti. Ella buscó una especie de escaloncito y se sentó en él y desde allí conversábamos. De vez en cuando la muchacha que había limpiado la camilla para que me instalara en ella se asomaba y me miraba. Mejor dicho nos mirábamos, y se iba. No decía y hacía nada. Solo se asomaba y me miraba y se iba. Así como unas diez o quince veces. Ese detalle me llamó la atención. A lo mejor, venía a comprobar que el plastrón no se saliera, y si se salía para llamarle la atención a que se volviera meter… A lo mejor…
            Al poco rato entró otra persona. Después otra. La tarde transcurría. Y la gente de la parroquia se estaba dando cita en el hospital. Iban a verme. Y ese detalle me gustaba. Al poco rato, tal vez, como a las tres de la tarde llegó mi mamá, que se había ido el día anterior en la mañana con una de mis hermanas a Maturín a visitar a la hermana que vive allá. Se habían enterado y se habían venido, aunque a mamá no le habían dicho nada. Al llegar a la casa, mamá si se sorprendió al ver que mi carro estaba estacionado en su sitio, y era extraño porque era domingo y yo debería estar en la parroquia. Subió a mi habitación para ver si yo estaba y no estaba. Estaba en otra habitación que no era la de mi casa, pero, que por ahora hacia de mi casa, la del hospital. Entonces, fue cuando mi hermana le dijo lo que estaba pasando y que yo estaba en el hospital, y por lo visto, muy mal. No se aguantó mi madre e insistió que se fueran al hospital, como de hecho hubo que hacerlo, porque quien consuela a una madre en situaciones semejantes. No hay razones que valgan. Madre es madre y punto. Allá llegó derechito a donde yo estaba. Se me echó encima del pecho y me abrazó. Yo le pedí inmediatamente la bendición. Me la dio. Y se estuvo conversando conmigo. No lloró. Tampoco yo. Con mucha gallardía y aplomo. Nadie se atrevió a interrumpir aquel encuentro entre madre e hijo. No dejó de llamarme la atención de por qué no había dicho nada del dolor en los días anteriores. No tenía elementos para refutarle. Seguimos hablando. Como a los veinte minutos, tal vez, entró mi cuñada, quizás para comprobar las posibles reacciones del encuentro. Todo estaba normal y muy civilizado. También entró mi hermana. Nos dimos la mano. A ella si le mojaron los ojos, tal vez, por el frío del aire acondicionado de esa parte de la emergencia del hospital. Tal vez. Y, así seguimos hablando de todo un poco y sobre todo del “plastrón” que nos tenía a todos intrigados, aunque, a mí atrapado.
            Entró también mi otro hermano. Igual, nos dimos la mano y hablamos.
            Como a las cuatro de la tarde vino a visitarme el padre-capellán del hospital. No vino como capellán, vino como el amigo. Fue un momento muy agradable. Es un hombre muy simpático. Dios lo bendiga. Hablamos de mí, de él, de su salud, del trabajo, de todo. Era muy amigo de mi cuñada que trabajaba de enfermera en el área de nefrología. De hecho, el padre-capellán va todas las mañanas a visitarla y a tomarse su segundo cafecito, sobre todo si se lo prepara mi cuñada. Son muy buenos amigos; mi cuñada habla de él con mucho cariño y respeto y se ve que lo estima mucho. Es que se hace querer con su simpatía tan natural y espontánea.
            Se presentaron más personas y ya había un grupito grande alrededor de la camilla, entre ellos el padre-capellán. Ya se sabía, a todas estas, que me iban a dejar hospitalizado. Se hizo todo lo posible para que me subieran a piso, y que no me dejaran en emergencia. Pero había varios inconvenientes como el que no había cama disponible en piso, además que en piso no había aire acondicionado, como si en emergencia. Pero eso era lo de menos. El padre-capellán había movido sus influencias para que me trasladaran a una habitación de doble cama, es decir, para dos pacientes, pero tampoco había alguna disponible. Habían movido por aquí y por allá y todos los intentos habían sido fallidos. No había otra que pasar la noche en emergencia, como de hecho fue.
            Fue pasando el tiempo y con ello la noche se acercaba. Cada cual tenía que volver a sus mundos. Yo estaba en el mío e instalado. Se fueron despidiendo. Se quedó una hermana a pasar la noche acompañándome. Ella buscaba donde acomodarse, a veces salía y otras se quedaba cerca buscando como pasar la noche en esas circunstancias. En una de las camillas estaba un niño con un brazo embojotado con una venda, más no enyesado y con un moretón en el ojo izquierdo. Se había caído de una mata de mango. Su madre estaba junto a él y lo cobijaba con las sábanas que había traído. En el otro lado, en el derecho estaba un señor avanzado de edad, con problemas de próstata y lo tenían sondado. Su hijo, un joven de unos treinta y tres años de color bastante oscuro estaba pendiente. Lo arropaba, le pasaba las manos por la cabeza y conversaba con él. Estaba muy pendiente de la bolsa de la sonda para que no se llenara y a cada rato venía a vaciarla. El viejito se quejaba constantemente. Yo, en medio de ellos dos. Mientras tanto la madre del niño del brazo embojotado y el hijo del viejito de la sonda, se hicieron bastante amigos. Se instalaron a conversar. Risotadas iban y venían. La mamá del niño empezó a preocuparse del viejito y ella misma se levantaba que si a arroparlo, que si a acomodarle las cobijas o la almohada. Y volvía a instalarse a conversar. Muy entrada en la noche, tal vez, muy de madrugada, el niño estaba solo y también el viejito. Mi hermana se levantó a auxiliar al niño que estaba temblando de frío y llamando a su mamá que no aparecía y no apareció por ningún lado. Tampoco estaba el hijo del viejito. Vayan a saber pa’dónde se habían ido a seguir conversando. Aparecieron como a las seis de la mañana, ya estaba aclarando. El niño le preguntó que qué se había hecho y que dónde estaba. Esa parte de respuesta no la oí, tampoco me interesaba, pero sí que me hubiese gustado haberla oído para contarla aquí, a los que están leyendo para ver qué había pasado con ellos. Pero…
            En eso llegó la enfermera. Traía el tratamiento. Cambió agujas y botellitas, y todo nuevo. Yo, apenas había podido dormir. Los portazos no me dejaban. Pegaba saltos a cada portazo y el poquito sueño se me iba. Ya por lo menos era otro día y eso ya era mucho cuento. Esa noche había sido muy agitada en el servicio de emergencia: un autobús lleno de niños había chocado por la vía de Onoto, y  a 19 de los niños los habían traído al Razetti; una pareja se había caído de una moto y estaba entre la vida y la muerte. Y por todo, la algarabía y el movimiento que había habido durante la noche era fácil darse cuenta que no había sido una noche fácil para los médicos de turno en la emergencia del Razetti, por lo menos para ese fin de semana. Es de admirar y respetar el gran trabajo que hacen estos médicos en las emergencias de los hospitales, como en el Razetti de Barcelona.



[1]              Respetuoso, cortés.