viernes, 30 de diciembre de 2016

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            Ya era lunes. Había pasado la noche del domingo en el Razetti y en cuanto a la asistencia no podía quejarme. Todo lo contrario. Estaba muy agradecido. Sobre todo, después de haber comprendido que si hubiera ido directamente a una clínica, y muy especial a la que tanto miedo le tenía, ese lunes no hubiese contando en mi calendario de vida. Había escuchado tantas historias, y por lo que se ventilaba la mía no era muy prometedora. Lo mínimo que hubiesen hecho en las circunstancias en que yo anduve toda la madrugada del sábado era haber abierto para operar, de una vez por todas. Y, según los médicos del Razetti, las dudas que se les presentaron fueron la bendición de Dios, porque entre la duda y la sospecha, tuvieron la brillante idea de esperar y comprobar la existencia del “plastrón”. Eso los frenó y los detuvo, a pesar de que el médico que me trató de entrada en el Razetti era de la opinión de haber operado de una vez. “Dios ayuda al bobo y al inocente” dice nuestro refranero popular. Y en este caso ayudó al bobo, porque otra historia hubiera sido y no hubiese podido escribir este libro, y ver lo tanto que a mí me gusta escribir. La prueba está en que apenas a pocos días de operado y apenas pude, me senté a escribir todo lo que estoy escribiendo, a pesar de tener todavía la barriga abierta y sin dejar de contar los dolores que me dan todavía, que me obligan a dejar la computadora y buscar acostarme y echarme unas diez o quince revolcadas más a las muchas que ya llevo de antes de la operación. Pero las revolcadas de ahora son muy distintas a las de hace una o dos semanas atrás. Mucho cuento y qué diferentes, pero, son revolcadas, igualmente de dolor.
            Cuando les preguntábamos a los doctores del hospital, a los que se dejaban hablar, porque algunos ya estaban medios hedionditos, es decir, no se les podía ni tratar, de qué hubiese pasado si hubiesen abierto para operar en las circunstancias en que yo estaba, decían que se irían a encontrar con muchas sorpresas; primero, empezando por el plastrón, y, después que con toda seguridad la infección se extendería por toda esa parte y sería prácticamente una peritonitis y la cosa sí que entonces hubiese sido realmente complicada. Hubiera sido una gran sorpresa y una muy segura complicación. Que en el caso presente que como se sabía de la existencia del plastrón lo mejor era atacar con antibióticos, por los menos por siete días con mucho cuido y reposo absoluto para evitar cualquier otra complicación como el que fuera a estallar allá dentro. Menos mal de la que me salvé. Sin duda, que “Dios ayuda al bobo…”. Ya que todas las vueltas que dimos hasta antes de llegar al hospital fueron como conducidos por la Providencia o por carambola, depende de cómo se vea. Porque, incluso el hecho de haber llegado al Razetti justo casi con el cambio de turno de médicos, fue una feliz coincidencia, ya que si llegamos más temprano, tal vez, a la tres o cuatro de la mañana, me pasan directamente para quirófano y se hubieran llevado tremenda sorpresa y a mí hubiesen mandado a dar razón de la carta que le había escrito a San Pedro en el libro El piar de un gorrión. Tal vez me hubiera regañado porque lo llamaba Pedrito y lo trataba con confianza, o, tal vez, esa hubiese sido la influencia y la referencia para pasar, tal vez, derechito. Pero eso vamos a dejarlo para otro día. Total, yo no tengo apuros para dar razones a Pedrito, por ahora. Tan solo que él disponga otra cosa. En todo caso vamos a colocar la tan referida cartica a Pedrito del libro que tengo dicho y que es de mi autoría. Aquí va la cartica:

Carta a Pedro Apóstol

                Hola, Pedrito:
                Quiero justificar de inmediato por qué te llamo Pedrito. Porque me eres simpático y porque eres como yo, en muchas de las cosas. A lo mejor sea una declaración de amistad muy directa. Pero es así. Tal vez, ni te consideres mi amigo. Pero yo me atrevo a considerar que sí.
                Pedrito, así te llamo. Y cuando pienso en ti, me digo siempre, así en demasiada confianza: este Pedrito, si que es especial.
                Te imagino al lado de Jesús de Nazareth. Siguiéndolo por todos lados, con la esperanza de un reino, al estilo David. Las cosas parecían que se te iban a poner buenas. Te alistas al nuevo líder. Este da el golpe y te acomodas. Pero Jesús hablaba de un reino que no se trataba de aquí, de la tierra. Y tu, y contigo todos los demás, se hacían ilusiones de un buen puesto. Pero no entendían. Y, entonces, tú y tus salidas típicas de una persona que tiene claro lo que quiere, y que no entiende otra cosa, de lo que se ve en la inmediatez. Jesús hablaba de un reino. Esa era la esperanza de todo Israel. Tú eres israelita. Luego, tenías las mismas esperanzas de ese reino. Ahí que tú te oponías a Jesús cuando él hablaba que tenía que ir a Jerusalén, sufrir, ser entregado y morir. ¿Cómo es posible? Y Jesús te regaña y te pone en tu lugar al decirte que te apartes porque no entiendes. Quedaste mal parado. Y eso que momentos antes, según nos dice el Evangelio de Marcos, tú dijiste que él era el Mesías, el que tenía que venir, el esperado. Se trataba, sin duda, de una salida inspirada por Dios en tu impulsividad. Dijiste lo que dijiste y no supiste lo que decías. Porque inmediatamente pones la torta. ¡Ay, Pedrito, Pedrito!
                Cada vez que Jesús hablaba que tenía que morir, tú intervienes. Te entiendo y te doy la razón. Y, ¿dónde queda, entonces, el reino? Y siempre sacas la peor parte. Allá, en el Huerto de los Olivos, por ejemplo. Vienen a llevarse preso a Jesús y tu sacas de una vez la espada para defenderlo y defenderse. Porque eso significaba que si se llevaban al jefe también irían sus acompañantes. Había que sacar la espada. Había que hacer una amenaza. Y tú lo hiciste. Y volviste a quedar mal parado. Otro regaño de Jesús. No era justo. ¿Qué le pasará a éste? ¿Qué se habrá creído? Tanto coraje tuyo, ¿para qué? Lo peor del caso, es que Marcos no dice que fuiste tu, sino que uno de los que allí estaban. Pero, el chismoso fue Juan. Tenía que rayarte al decir que habías sido tú. Te nombra. ¡Qué falta de compañerismo, no te parece! ¡Así andaban las cosas entre ustedes, qué se podía esperar!
                ¡Y no que ibas a ser fiel hasta el final si cuando te preguntan si eres del mismo grupo de ese que van sentenciar, lo niegas! ¡Un adulador eres lo que eres, Pedrito! Claro. Antes, todo. ¡Te estabas asegurando un puestecito para cuando se diera el golpe! Pero, cuando las cosas se complican, nada de nada. Ni lo conozco. ¡Ahora, sí!
                ¡Cómo son las cosas, amigo Pedro! Resulta que la cosa iba más allá. Tú tenías razón en tus salidas. Pero también las tenía Jesús. Iban por caminos diversos. Y allí es donde está todo el meollo. Jesús sabía lo que hacía. Te tenía, ciertamente, para un puesto y bueno. Tú aspirabas otro. Pero te dieron uno mejor, todavía. No te puedes quejar. Te saliste con la tuya. No resultaron en vano tus salidas e impulsividades, Pedrito.
                Ahora bien. Yo me veo en ti, Pedrito. Soy demasiado inmediatista. Veo las cosas que veo. Y no más allá. No tengo esa capacidad de mirar un poquito más allá de las circunstancias actuales. Soy impulsivo. A veces, me controlo, cuando veo clarito que me conviene quedarme tranquilo. Pero cuando no veo ninguna conveniencia exploto y digo lo que digo. Después me arrepiento. Casi siempre pongo la torta. Y me duele que sea así. Y, entonces, me hace sufrir. Y me lamento de mi impulsividad y de mi inmediatez. Y me digo pero por qué. Y enseguida me consuelo contigo, porque me digo, si Dios se fijó en mí, fue precisamente, a pesar de todo eso. Ahí está Pedrito. Tranquilo. Mírate en él. Y me alegro. Aun cuando no entienda muchas cosas y ponga la torta.
                Oye, Pedrito, gracias por estar con tus torpezas. Y creo que con todo lo que te rayaron los que cuentan los evangelios, es bueno para mí. Así que gracias a esos chismosos que te querían hacer quedar mal, yo quedo bien. Sin duda, existe en esa intención de los escritores una inspiración de Dios y una teología. Gracias en todo caso.
               
Hasta luego, Pedrito:
Daniel.

            En el caso de que hubiesen abierto se hubieran encontrado con una sorpresa, según pudimos entender. Y, aún, el haber llegado casi al cambio de turno fue mi salvación física y existencial. Otra cosa sería la salvación en las postrimerías, es decir, en el más allá. Pero eso se lo dejo a Dios y repito como cuenta Anthony de Mello en su libro El canto de la rana, en donde cuenta, muy a su estilo, que un famoso pintor italiano había dispuesto para cuando estuviera a punto de morir, que no llamaran al confesor. Dice:

Es costumbre entre los católicos confesar los pecados a un sacerdote y recibir de éste la absolución como un signo del perdón de Dios. Pero existe el peligro, demasiado frecuente, de que los penitentes hagan uso de ello como si fuese una especie de garantía
o certificado que les vaya a librar del justo castigo divino, con lo cual confían más en la absolución del sacerdote que en la misericordia de Dios.
He aquí lo que pensó hacer Perugini, un pintor italiano de la Edad Media, cuando estuviera a punto de morir: no recurrir a la confesión si veía que, movido por el miedo, trataba de salvar su piel, porque eso sería un sacrilegio y un insulto a Dios. Su mujer, que no sabía nada de la decisión del artista, le preguntó en cierta ocasión si no le daba miedo morir sin confesión. Y Perugini le contestó: “Míralo de este modo, querida: mi profesión es la de pintor, y creo haber destacado como tal. La profesión de Dios consiste en perdonar; y si él es tan bueno en su profesión como lo he sido yo en la mía, no veo razón alguna para tener miedo”.

            El caso es, que físicamente hubiese sido mi final, si hubiesen abierto en esas circunstancias. Y me salvé por pura aparente imprudencia. Porque lo más lógico, en ese caso, es que hubiera ido directamente a una clínica y más específicamente a la donde matan la gente por cosas más sencillas, como una simple apendicitis, como me ha tocado escuchar, y a la que yo le tenía tanto miedo. Por eso “Dios ayuda al bobo…
            Y lo que puede verse como una imprudencia de estar cargando con un enfermo toda la madrugada de aquí pa’llá, de no haber sido bien asistido en el Hospital La Garzas, de no haber habido habitación en la policlínica de Puerto la Cruz, y de haber llegado entre las cinco y las seis de la mañana al hospital Razetti, justo con el cambio de turno de personal médico, fue una como bendición de Dios, o como una conducción o un manejo bien organizado de qué sé yo de qué fuerzas. No me vengan a decir que es un milagro porque tampoco es para que exageren. Simplemente, que “Dios ayuda al bobo y al inocente”, como se dice. Alguien podría hablar de “Providencialismo”, pero en los casos en que suceden los decesos, ¿será que los abandonó la Providencia, y, entonces, la Providencia no estuvo? Esto es profundo…
            Transcurría la mañana. Vinieron varios doctores. Miraron y tantearon otra vez la barriga. Estaba de más porque ya estaba determinando que era un “plastrón”, y que había que aplicar antibióticos por siete días; bueno, por seis, ya que ya había pasado uno. Volvieron otros. Más tarde otros, en grupos de cuatro o cinco, cada vez. Ya a los últimos no les contestaba nada, sino que levantaba los pies para que vieran la tomografía, que estaba debajo de mis pies, y vieran lo que tenían que ver. Ya me estaba pareciendo que aquello ya era relajo, por lo menos conmigo. Me caían a preguntas y preguntas y a todos los grupos tenía que darles el mismo rosario de respuestas, y ya me estaba casi convirtiendo en Hulk. Creo, que por lo menos el color verde ya empezaba a reemplazar el color pálido que con toda seguridad tendría. Por fin no sabía quien era el médico tratante y quien el visitante o quien el asomao. Esperaba que pasaran la revista médica. --No; ya la hicieron --  me dijeron, y ni supe cuándo, ni a qué hora, ni quien la realizó, ni qué fue lo que dijo, porque pasaron como cuatro grupos de cinco cada vez.
            A media mañana volvió el padre-capellán del hospital. Estuvimos hablando cosas de curas, en las que no puede dejarse de hablar del Obispo, si no, no fuera conversación de curas, independientemente que fuese bueno o malo lo que se dijera. Hablamos de todo, de España, del Barcelona y su eliminación de la copa, de política sin dejar de hablar de Chávez, porque, entonces ya no sería política. Y, así, de todo. El padre-capellán me comentó que estuvo buscando habitación en los pisos para que me trasladaran y que había hablado con el director del hospital, y que todo había sido en vano porque no había cama ni habitación disponibles. A mí me angustiaba pensar pasar otra noche en ese sitio de emergencia, solo por el hecho de los portazos que no dejaban dormir. Además de los dolores, trasnochado, es mucho para un cristiano, como se dice. Entonces, surgió la idea de volver a hablar con el médico de turno para que me dejaran ir a la casa con el compromiso de ser puntuales en el tratamiento. El padre-capellán dijo que se podía salir con o sin el consentimiento del médico, y que se podía firmar una hoja de salida. Yo en el fondo no quería salir como desagradecido del hospital. Al contrario. Estaba muy agradecido. Ni quería que los médicos fuesen a pensar que estábamos a disgusto. Todo lo contrario, pero buscábamos un poco de más tranquilidad.
            Mientras tanto mi hermano se había comprometido junto con otra persona activa de la parroquia y amiga de la familia a buscar habitación en una clínica en Puerto la Cruz en el transcurso de la tarde. Ya sería mediodía, tal vez, un poquito más. Otra cosa era que el médico de turno accediera a dejarme salir por lo delicado de la situación, ya que había el peligro de que explotara allá adentro y todo se complicara. El padre-capellán insistía que era mejor que me quedara, que en uno o dos días, las cosas mejorarían y con seguridad, para entonces, habría ya una cama disponible en piso. Pero yo pensaba en los portazos y me inquietaba.
            Lo de una habitación en la clínica, y que no puedo decir porque no me pagan por decirlo era, según me habían informado, un hecho. Sería cuestión de salir y de trasladarse a ella y todo resuelto. Eso facilitaría las cosas con el médico de turno que estaba intransigente y con toda razón, porque se trataba de una vida. Pero nos adelantamos, ya que no se había confirmado lo de la clínica, cosa que los que estábamos dentro del hospital alrededor de mi caso, dábamos por hecho. Hubo un cruce de informaciones y se daba por hecho lo que no. La información era que mi hermano había hablado ya, y que todo estaba listo; pero, la verdad era que mi hermano iba a hablar y todavía no lo había hecho, porque estaba todo enredado con lo del trabajo y algunos detalles con algunos obreros y demás, y se le sumaba la situación del hermano que estaba en el hospital por quien tenía que abogar para el traslado. Lo habían pactado para las cinco de la tarde junto con la persona de la parroquia y amiga de la familia. Todo para las cinco de la tarde cuando se tendría la noticia definitiva. Por ahora, no; y serían como la una de la tarde.

            Estando en esas, llega un hermano y su familia a visitarme. Iban a visitarme y a estar un ratico porque salían de clases las hijas, y la esposa, de un curso que estaba haciendo de currículo y pensul de actualización que se estaban dando por eso días por disposición del Ministerio de Educación, y estaban sin almorzar. Habían pasado un ratico, para ir a la casa a comer, porque es bien válido que, “barriga llena, corazón contento”.

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