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Ya
era lunes. Había pasado la noche del domingo en el Razetti y en cuanto a la
asistencia no podía quejarme. Todo lo contrario. Estaba muy agradecido. Sobre
todo, después de haber comprendido que si hubiera ido directamente a una
clínica, y muy especial a la que tanto miedo le tenía, ese lunes no hubiese
contando en mi calendario de vida. Había escuchado tantas historias, y por lo
que se ventilaba la mía no era muy prometedora. Lo mínimo que hubiesen hecho en
las circunstancias en que yo anduve toda la madrugada del sábado era haber
abierto para operar, de una vez por todas. Y, según los médicos del Razetti,
las dudas que se les presentaron fueron la bendición de Dios, porque entre la
duda y la sospecha, tuvieron la brillante idea de esperar y comprobar la
existencia del “plastrón”. Eso los frenó y los detuvo, a pesar de que el médico
que me trató de entrada en el Razetti era de la opinión de haber operado de una
vez. “Dios ayuda al bobo y al inocente”
dice nuestro refranero popular. Y en este caso ayudó al bobo, porque otra
historia hubiera sido y no hubiese podido escribir este libro, y ver lo tanto
que a mí me gusta escribir. La prueba está en que apenas a pocos días de
operado y apenas pude, me senté a escribir todo lo que estoy escribiendo, a
pesar de tener todavía la barriga abierta y sin dejar de contar los dolores que
me dan todavía, que me obligan a dejar la computadora y buscar acostarme y
echarme unas diez o quince revolcadas más a las muchas que ya llevo de antes de
la operación. Pero las revolcadas de ahora son muy distintas a las de hace una
o dos semanas atrás. Mucho cuento y qué diferentes, pero, son revolcadas,
igualmente de dolor.
Cuando
les preguntábamos a los doctores del hospital, a los que se dejaban hablar,
porque algunos ya estaban medios hedionditos, es decir, no se les podía ni
tratar, de qué hubiese pasado si hubiesen abierto para operar en las
circunstancias en que yo estaba, decían que se irían a encontrar con muchas
sorpresas; primero, empezando por el plastrón, y, después que con toda
seguridad la infección se extendería por toda esa parte y sería prácticamente
una peritonitis y la cosa sí que entonces hubiese sido realmente complicada.
Hubiera sido una gran sorpresa y una muy segura complicación. Que en el caso
presente que como se sabía de la existencia del plastrón lo mejor era atacar
con antibióticos, por los menos por siete días con mucho cuido y reposo
absoluto para evitar cualquier otra complicación como el que fuera a estallar
allá dentro. Menos mal de la que me salvé. Sin duda, que “Dios ayuda al bobo…”. Ya que todas las vueltas que dimos hasta
antes de llegar al hospital fueron como conducidos por la Providencia o por
carambola, depende de cómo se vea. Porque, incluso el hecho de haber llegado al
Razetti justo casi con el cambio de turno de médicos, fue una feliz
coincidencia, ya que si llegamos más temprano, tal vez, a la tres o cuatro de
la mañana, me pasan directamente para quirófano y se hubieran llevado tremenda
sorpresa y a mí hubiesen mandado a dar razón de la carta que le había escrito a
San Pedro en el libro El piar de un gorrión. Tal vez me
hubiera regañado porque lo llamaba Pedrito y lo trataba con confianza, o, tal
vez, esa hubiese sido la influencia y la referencia para pasar, tal vez,
derechito. Pero eso vamos a dejarlo para otro día. Total, yo no tengo apuros
para dar razones a Pedrito, por ahora. Tan solo que él disponga otra cosa. En
todo caso vamos a colocar la tan referida cartica a Pedrito del libro que tengo
dicho y que es de mi autoría. Aquí va la cartica:
Carta a Pedro Apóstol
Hola,
Pedrito:
Quiero
justificar de inmediato por qué te llamo Pedrito. Porque me eres simpático y
porque eres como yo, en muchas de las cosas. A lo mejor sea una declaración de
amistad muy directa. Pero es así. Tal vez, ni te consideres mi amigo. Pero yo
me atrevo a considerar que sí.
Pedrito,
así te llamo. Y cuando pienso en ti, me digo siempre, así en demasiada
confianza: este Pedrito, si que es especial.
Te
imagino al lado de Jesús de Nazareth. Siguiéndolo por todos lados, con la
esperanza de un reino, al estilo David. Las cosas parecían que se te iban a
poner buenas. Te alistas al nuevo líder. Este da el golpe y te acomodas. Pero
Jesús hablaba de un reino que no se trataba de aquí, de la tierra. Y tu, y
contigo todos los demás, se hacían ilusiones de un buen puesto. Pero no
entendían. Y, entonces, tú y tus salidas típicas de una persona que tiene claro
lo que quiere, y que no entiende otra cosa, de lo que se ve en la inmediatez.
Jesús hablaba de un reino. Esa era la esperanza de todo Israel. Tú eres
israelita. Luego, tenías las mismas esperanzas de ese reino. Ahí que tú te
oponías a Jesús cuando él hablaba que tenía que ir a Jerusalén, sufrir, ser
entregado y morir. ¿Cómo es posible? Y Jesús te regaña y te pone en tu lugar al
decirte que te apartes porque no entiendes. Quedaste mal parado. Y eso que
momentos antes, según nos dice el Evangelio de Marcos, tú dijiste que él era el
Mesías, el que tenía que venir, el esperado. Se trataba, sin duda, de una
salida inspirada por Dios en tu impulsividad. Dijiste lo que dijiste y no
supiste lo que decías. Porque inmediatamente pones la torta. ¡Ay, Pedrito,
Pedrito!
Cada
vez que Jesús hablaba que tenía que morir, tú intervienes. Te entiendo y te doy
la razón. Y, ¿dónde queda, entonces, el reino? Y siempre sacas la peor parte.
Allá, en el Huerto de los Olivos, por ejemplo. Vienen a llevarse preso a Jesús
y tu sacas de una vez la espada para defenderlo y defenderse. Porque eso
significaba que si se llevaban al jefe también irían sus acompañantes. Había
que sacar la espada. Había que hacer una amenaza. Y tú lo hiciste. Y volviste a
quedar mal parado. Otro regaño de Jesús. No era justo. ¿Qué le pasará a éste?
¿Qué se habrá creído? Tanto coraje tuyo, ¿para qué? Lo peor del caso, es que
Marcos no dice que fuiste tu, sino que uno de los que allí estaban. Pero, el
chismoso fue Juan. Tenía que rayarte al decir que habías sido tú. Te nombra.
¡Qué falta de compañerismo, no te parece! ¡Así andaban las cosas entre ustedes,
qué se podía esperar!
¡Y
no que ibas a ser fiel hasta el final si cuando te preguntan si eres del mismo
grupo de ese que van sentenciar, lo niegas! ¡Un adulador eres lo que eres,
Pedrito! Claro. Antes, todo. ¡Te estabas asegurando un puestecito para cuando
se diera el golpe! Pero, cuando las cosas se complican, nada de nada. Ni lo
conozco. ¡Ahora, sí!
¡Cómo
son las cosas, amigo Pedro! Resulta que la cosa iba más allá. Tú tenías razón
en tus salidas. Pero también las tenía Jesús. Iban por caminos diversos. Y allí
es donde está todo el meollo. Jesús sabía lo que hacía. Te tenía, ciertamente,
para un puesto y bueno. Tú aspirabas otro. Pero te dieron uno mejor, todavía.
No te puedes quejar. Te saliste con la tuya. No resultaron en vano tus salidas
e impulsividades, Pedrito.
Ahora
bien. Yo me veo en ti, Pedrito. Soy demasiado inmediatista. Veo las cosas que
veo. Y no más allá. No tengo esa capacidad de mirar un poquito más allá de las
circunstancias actuales. Soy impulsivo. A veces, me controlo, cuando veo
clarito que me conviene quedarme tranquilo. Pero cuando no veo ninguna
conveniencia exploto y digo lo que digo. Después me arrepiento. Casi siempre
pongo la torta. Y me duele que sea así. Y, entonces, me hace sufrir. Y me
lamento de mi impulsividad y de mi inmediatez. Y me digo pero por qué. Y
enseguida me consuelo contigo, porque me digo, si Dios se fijó en mí, fue
precisamente, a pesar de todo eso. Ahí está Pedrito. Tranquilo. Mírate en él. Y
me alegro. Aun cuando no entienda muchas cosas y ponga la torta.
Oye,
Pedrito, gracias por estar con tus torpezas. Y creo que con todo lo que te
rayaron los que cuentan los evangelios, es bueno para mí. Así que gracias a
esos chismosos que te querían hacer quedar mal, yo quedo bien. Sin duda, existe
en esa intención de los escritores una inspiración de Dios y una teología.
Gracias en todo caso.
Hasta luego, Pedrito:
Daniel.
En
el caso de que hubiesen abierto se hubieran encontrado con una sorpresa, según
pudimos entender. Y, aún, el haber llegado casi al cambio de turno fue mi salvación
física y existencial. Otra cosa sería la salvación en las postrimerías, es
decir, en el más allá. Pero eso se lo dejo a Dios y repito como cuenta Anthony
de Mello en su libro El canto de la rana, en donde
cuenta, muy a su estilo, que un famoso pintor italiano había dispuesto para
cuando estuviera a punto de morir, que no llamaran al confesor. Dice:
Es
costumbre entre los católicos confesar los pecados a un sacerdote y recibir de
éste la absolución como un signo del perdón de Dios. Pero existe el peligro,
demasiado frecuente, de que los penitentes hagan uso de ello como si fuese una
especie de garantía
o certificado que
les vaya a librar del justo castigo divino, con lo cual confían más en la
absolución del sacerdote que en la misericordia de Dios.
He aquí
lo que pensó hacer Perugini, un pintor italiano de la Edad Media , cuando
estuviera a punto de morir: no recurrir a la confesión si veía que, movido por
el miedo, trataba de salvar su piel, porque eso sería un sacrilegio y un
insulto a Dios. Su mujer, que no sabía nada de la decisión del artista, le
preguntó en cierta ocasión si no le daba miedo morir sin confesión. Y Perugini
le contestó: “Míralo de este modo, querida: mi profesión es la de pintor, y
creo haber destacado como tal. La profesión de Dios consiste en perdonar; y si
él es tan bueno en su profesión como lo he sido yo en la mía, no veo razón
alguna para tener miedo”.
El
caso es, que físicamente hubiese sido mi final, si hubiesen abierto en esas
circunstancias. Y me salvé por pura aparente imprudencia. Porque lo más lógico,
en ese caso, es que hubiera ido directamente a una clínica y más
específicamente a la donde matan la gente por cosas más sencillas, como una
simple apendicitis, como me ha tocado escuchar, y a la que yo le tenía tanto
miedo. Por eso “Dios ayuda al bobo…”
Y
lo que puede verse como una imprudencia de estar cargando con un enfermo toda
la madrugada de aquí pa’llá, de no haber sido bien asistido en el Hospital La Garzas , de no haber habido
habitación en la policlínica de Puerto la Cruz , y de haber llegado entre las cinco y las
seis de la mañana al hospital Razetti, justo con el cambio de turno de personal
médico, fue una como bendición de Dios, o como una conducción o un manejo bien
organizado de qué sé yo de qué fuerzas. No me vengan a decir que es un milagro
porque tampoco es para que exageren. Simplemente, que “Dios ayuda al bobo y al inocente”, como se dice. Alguien podría
hablar de “Providencialismo”, pero en los casos en que suceden los decesos,
¿será que los abandonó la
Providencia , y, entonces, la Providencia no estuvo?
Esto es profundo…
Transcurría
la mañana. Vinieron varios doctores. Miraron y tantearon otra vez la barriga.
Estaba de más porque ya estaba determinando que era un “plastrón”, y que había que aplicar antibióticos por siete días;
bueno, por seis, ya que ya había pasado uno. Volvieron otros. Más tarde otros,
en grupos de cuatro o cinco, cada vez. Ya a los últimos no les contestaba nada,
sino que levantaba los pies para que vieran la tomografía, que estaba debajo de
mis pies, y vieran lo que tenían que ver. Ya me estaba pareciendo que aquello
ya era relajo, por lo menos conmigo. Me caían a preguntas y preguntas y a todos
los grupos tenía que darles el mismo rosario de respuestas, y ya me estaba casi
convirtiendo en Hulk. Creo, que por lo menos el color verde ya empezaba a
reemplazar el color pálido que con toda seguridad tendría. Por fin no sabía
quien era el médico tratante y quien el visitante o quien el asomao. Esperaba
que pasaran la revista médica. --No; ya la hicieron -- me dijeron, y ni supe cuándo, ni a qué hora,
ni quien la realizó, ni qué fue lo que dijo, porque pasaron como cuatro grupos
de cinco cada vez.
A
media mañana volvió el padre-capellán del hospital. Estuvimos hablando cosas de
curas, en las que no puede dejarse de hablar del Obispo, si no, no fuera
conversación de curas, independientemente que fuese bueno o malo lo que se
dijera. Hablamos de todo, de España, del Barcelona y su eliminación de la copa,
de política sin dejar de hablar de Chávez, porque, entonces ya no sería
política. Y, así, de todo. El padre-capellán me comentó que estuvo buscando
habitación en los pisos para que me trasladaran y que había hablado con el
director del hospital, y que todo había sido en vano porque no había cama ni
habitación disponibles. A mí me angustiaba pensar pasar otra noche en ese sitio
de emergencia, solo por el hecho de los portazos que no dejaban dormir. Además
de los dolores, trasnochado, es mucho para un cristiano, como se dice.
Entonces, surgió la idea de volver a hablar con el médico de turno para que me
dejaran ir a la casa con el compromiso de ser puntuales en el tratamiento. El
padre-capellán dijo que se podía salir con o sin el consentimiento del médico,
y que se podía firmar una hoja de salida. Yo en el fondo no quería salir como
desagradecido del hospital. Al contrario. Estaba muy agradecido. Ni quería que
los médicos fuesen a pensar que estábamos a disgusto. Todo lo contrario, pero
buscábamos un poco de más tranquilidad.
Mientras
tanto mi hermano se había comprometido junto con otra persona activa de la
parroquia y amiga de la familia a buscar habitación en una clínica en Puerto la Cruz en el transcurso de la
tarde. Ya sería mediodía, tal vez, un poquito más. Otra cosa era que el médico
de turno accediera a dejarme salir por lo delicado de la situación, ya que
había el peligro de que explotara allá adentro y todo se complicara. El
padre-capellán insistía que era mejor que me quedara, que en uno o dos días,
las cosas mejorarían y con seguridad, para entonces, habría ya una cama
disponible en piso. Pero yo pensaba en los portazos y me inquietaba.
Lo
de una habitación en la clínica, y que no puedo decir porque no me pagan por
decirlo era, según me habían informado, un hecho. Sería cuestión de salir y de
trasladarse a ella y todo resuelto. Eso facilitaría las cosas con el médico de
turno que estaba intransigente y con toda razón, porque se trataba de una vida.
Pero nos adelantamos, ya que no se había confirmado lo de la clínica, cosa que
los que estábamos dentro del hospital alrededor de mi caso, dábamos por hecho.
Hubo un cruce de informaciones y se daba por hecho lo que no. La información
era que mi hermano había hablado ya, y que todo estaba listo; pero, la verdad
era que mi hermano iba a hablar y todavía no lo había hecho, porque estaba todo
enredado con lo del trabajo y algunos detalles con algunos obreros y demás, y
se le sumaba la situación del hermano que estaba en el hospital por quien tenía
que abogar para el traslado. Lo habían pactado para las cinco de la tarde junto
con la persona de la parroquia y amiga de la familia. Todo para las cinco de la
tarde cuando se tendría la noticia definitiva. Por ahora, no; y serían como la
una de la tarde.
Estando
en esas, llega un hermano y su familia a visitarme. Iban a visitarme y a estar
un ratico porque salían de clases las hijas, y la esposa, de un curso que
estaba haciendo de currículo y pensul de actualización que se estaban dando por
eso días por disposición del Ministerio de Educación, y estaban sin almorzar.
Habían pasado un ratico, para ir a la casa a comer, porque es bien válido que,
“barriga llena, corazón contento”.
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