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Se
dio el cambio de turno. Yo estaba sentado en una de las sillas, ya en la parte
interna, por lo menos, donde los médicos hacían los registros y sus
anotaciones. Gente entraba y salía. Aquello era un mercado. Yo, mientras tanto,
lograba dormir un poquito, por lo menos, lo que permitían las circunstancias.
Mi cuñada me arropaba la cabeza y buscaba que yo no tuviera frío. Yo me movía
buscándole acomodo al cuerpo y buscando la parte más blanda de la silla de
metal color plateado y de huequito, pero no tenía ningún lado suavecito, todos
eran iguales. Me recostaba hacia la pared para apoyar la cabeza y poder dormir.
Dormía un ratico si, y el otro, a veces. Los portazos de la puerta cuando se
abría y cerraba hacía que uno pegara un brinco y el poquito sueño que se podía
haber conciliado se esfumaba, y otra vez a volver a luchar entre si y el entre
mientras se pueda o pudiera dormir, o, más bien dejaran. Tampoco era que estaba
en un hotel cinco estrellas. Estaba en una emergencia de hospital y era lógico
que fuera como era y es.
En
cuestión de un tiempecito se volvió una algarabía de gente vestida de blanco,
algunos con estetoscopio colgando del cuello, otros solo con bata blanca. Tal
vez, como quince. Algunos eran estudiantes o pasantes. Ni para saber cuál era
quien y cuál qué. Es como los militares. Para mí todo son iguales. Si llevan
una o dos o cuatro estrellas, no sé, y tampoco sé dónde las llevan y para qué
les sirve. Para mí, ni para saber quién es más arriba y quien menos. Y eso que
había sido capellán militar, pero no me fijé en saber las diferencias. Todos
eran igualitos para mí. Igual, con ese poco de batas blancas. Lo que lograba
diferenciar era que algunos llevaban un estetoscopio y otros no. Lo que sí me
llamaba la atención era lo jóvenes que eran todos. Y me alegraba que todos
ellos fuesen médicos, aunque algunos pichones de médicos, qué iba a saber yo,
para mí todos eran médicos. Me alegraba ver tantos médicos jóvenes.
Los
médicos que estaban entregando la guardia estaban dando todos los informes como
de memoria de cada uno de los pacientes. Aquel de allá tiene apendicitis, oí
decir, y supuse que estaban hablando de mí. Pero no me quité la cobija de la
cabeza ni de la cara esperando que vinieran por mí. No pasaron diez minutos
cuando un grupo como de quince embatados de color blanco estaban donde yo
estaba. Venían por mí. Me llenaron de preguntas y preguntas. Yo contestaba.
Dónde, cómo y de qué forma le duele. Dije lo que pude y señalé aquí, más
allacito y otro poquito más acá. Siéntese, me dijeron. Pero, ya lo estaba pero
bien arropado porque hacía mucho frío. Vamos a revisarlo, pero no había
camilla. Les dije que si querían podía ser en esa misma silla. Aceptaron y mis
cuñadas tuvieron que levantarse y yo me estiré sin dejar de encoger los pies
instintivamente con el contacto del metal frío de las sillas. Me pelaron la
camisa y empezaron a tantear, o mejor dicho a meter la mano como si fuera pila
de agua bendita, pero qué podía hacer, tenía que estar agradecido, más bien,
que metieran la mano, hasta un cierto límite por supuesto. No dejaron de
desabrochar el pantalón y me puse mosca para que no se viera el paraíso por la
parte de la vega, como dice Aquiles Nazoa[1],
en el poema donde habla de la caída de Adán y Eva. Porque con todo y lo enfermo
que uno pueda estar, siempre el pudor juega su papel, y menos mal, porque
tampoco es pa’tanto… Porque también era verdad que el problema lo estaba
generando una tripa, pero, tampoco era para que confundieran tripa de tripa.
¡Eso, sí que no!…O, quien quita que la otra estaría bien escondida, asustada
también… Pero, cada cual reacciona como mejor le conviene… Y cada una reaccionaría
como le convendría.
El
médico que había determinado que era apendicitis daba sus razones para sostener
su análisis. Pero, el doctor que estaba recibiendo no compartía la misma
opinión y decía que había algo más, no solamente lo de la apéndice. La otra
doctora metió la mano pa’rriba y pa’bajo, no tan abajo menos mal, y repetía la
segunda opinión. Yo estaría sonrojado con toda seguridad y buscaba tapar con
las manos mientras los médicos no metían las suyas. Ahí se estuvieron un buen
rato entre hablando y opinando. El médico que recibía opinó que había que
mandar hacer más exámenes de sangre, además de un eco y de una tomografía,
porque según lo que detectaba había “un
plastrón”, pero lo curioso era que según el tacto no propiamente en la
parte del apéndice, sino más arriba. Volvían a tocar y tantear y continuaban
las diferencias de opiniones. El primer médico, que había dicho que era
apéndice y que estaba haciendo la entrega de la guardia, se mantenía en la
opinión de que no había ningún plastrón y sí una apendicitis y que había que
operar. Yo me inclinaba a opinar como él, claro que no decía nada, y mejor que
no hubiese dicho nada, porque qué cara… cas iba a saber yo de eso, aunque ya me
había graduado en soportar el dolor. Claro que me inclinaba a darle la razón al
doctor, y yo no estaba para dar opiniones, ni tampoco era una encuesta lo que
se estaba haciendo, sino algo muy serio, y que sí qué, era porque yo quería
salir de una vez de ese mal. Ahora con ese bicho nuevo que tenía, ese “plastrón” allá dentro, se complicaba la
cosa. Lo bueno era que casi ya no dolía porque me estaban tratando con
antibióticos y analgésicos y la cosa era distinta.
Decisión
final: hay que ir a la clínica a hacer el eco y la tomografía para determinar
con precisión. Antes sacaron sangre para un estudio completo de hemoglobina. Y,
entonces, con la orden del médico, nos dirigimos en el carro rojo a la clínica,
a la que yo me había negado desde un principio que me llevaran porque había
escuchado tantas historias. Mi hermano y una cuñada su fueron para la casa a
tratar de dormir algo. Serían ya como las nueve de la mañana. Era domingo.
Antes, como a las seis y media yo les había mandado mensaje de texto por el
celular (¡qué maravilla de invento, realmente!), a algunos de la parroquia,
tanto a la señora que limpiaba y veía de la parroquia cuando yo no estoy, y a
dos ministros extraordinarios diciéndoles que yo estaba en el hospital y a
punto de operación quirúrgica y que resolvieran ellos allá. Que en vez de misa,
porque el padre estaba en donde y como estaba y no podía ir, aunque quisiera,
que celebraran la liturgia de la
Palabra y todo lo demás de la liturgia correspondiente. Ellos
eran expertos en esos menesteres litúrgicos y además estaban más que
preparados.
Llegamos
los tres a la susodicha clínica. Nos sentamos y esperamos nuestro turno. Había
dos personas antes que nosotros. Yo cargaba el envase de plástico y sus
mangueras que estaban conectadas a la vía que estaba tomada en mi mano derecha.
Los tres hablábamos del tal plastrón y nos asustaba ese bicho, y de lo que
pudimos entender cuando los médicos en el hospital intentaron explicarnos, era
como una especie de membrana que sale a cubrir una infección y la recubre para
que no se riegue en el resto del cuerpo. Habíamos quedado igualitos. Sólo
sabíamos que era un bicho raro que estaba haciendo una función específica para
que no se contaminara el estómago y todas esas partes de adentro. Apenas
llegamos a la clínica y dijimos que íbamos para hacerme una tomografía, me
dieron un líquido para que me lo tomara todo, de manera que en el examen se
pudiese evidenciar mejor lo que ellos iban a observar. A cada dos o tres
minutos yo me tomaba un vasito de ese líquido que me sabía a gloria porque
tenía mucha sed, y hasta me parecía dulcito y sabroso.
Al
cabo de casi hora y media y después de que ya habían pasado y salido los dos
que me precedían me tocó el turno a mí. Allá adentro me quitaron la camisa, o
no me la quitaron, ya ni me acuerdo. Lo que sí es que me volvieron a dar otro
vasito del mismo líquido y me metieron en una especie de túnel abierto, mirando
hacia arriba y con las manos por encima de la cabeza. Sonó una cosa, así como
eléctrica, como del sonido de un gato hidráulico, y la cama del como túnel
sobre la que estaba acostado comenzó a moverse hacia atrás buscando que yo
quedara debajo de cómo un tubo grande. Allí me dejaron un ratico. Una cosa sonó
y se movió como una luz de manera circular hacia la derecha. Me estuvieron así
un buen rato y no sentía movimiento de nada. Justo encima de mi cabeza había
una figurita de Mickey Mouse y su pareja y me entretuve mirando las figuritas
de Walt Disney. Las miré y me sonreí, por lo menos ese detalle estaba muy
bonito. Pasaba el tiempo y no se movía la máquina. Alcé varias la cabeza como para
cerciorarme que no estaba solo, y estaba solo, por lo menos en esa sala. Seguí
esperando. Nada sucedía. Ni ruido, ni sonido, ni nada. Seguí esperando. Ya me
estaba inquietando y ya me estaba dando mucho frío, y, ahora si recuerdo que me
habían quitado la camisa, por eso tenía más frío de lo normal. Intenté sentarme
y logré ver hacia el cubícul,o y ví que el joven que estaba manipulando la
máquina, supongo que el técnico, estaba hablando por celular muy a sus anchas y
por lo que pude mirar, tal vez me traicione la situación en que me hallaba,
estaba simultáneamente hojeando una revista. El joven se percató de mis
movimientos y dejó de hablar, y entonces, empezó a operar la máquina que esta
vez comenzó a moverse en la parte de adentro. Giró a la izquierda, giró a la
derecha. Sonó. Una lucecita giraba en ambos sentidos. Y en menos de dos minutos
empezó a sacar la cama hacia fuera del como túnel abierto en el que me hallaba.
– Listo -- dijo. Me ayudó a sentar y a colocar la camisa, con el enredo del
suero y las mangueras que conectaban a mi mano. Me senté. Me ayudó y salí. --
Espere afuera -- dijo. Y salí, como un poquito disgustado y como encarándolo.
Afuera estaban mi otro hermano y mi otra cuñada. Se echaron a reír cuando me
vieron. También yo. Y me senté en medio de ellos a hablar de todo y de nada
mientras esperábamos los resultados.
Esperamos
unos veinte minutos más. Salió una doctora dando explicaciones y confirmando la
existencia del plastrón y recomendando que no era prudente intervenir
quirúrgicamente en esas condiciones, que lo mejor era un tratamiento con
antibióticos, por lo menos, por siete días, y que sólo después sí se podía
pensar en operación. Le insistimos en que faltaba el eco. Ella dijo que no era
necesario ya que en la tomografía se evidenciaba todo y que según su opinión,
el eco estaba de más. Ya se había pagado. Nos dimos las manos, nos despedimos y
salimos de la clínica rumbo al hospital.
[1]
Véase el poema de Aquiles Nazca, titulado “Un sainete o astrakan donde en subidos colores se les muestra a los
lectores la torta que puso Adán”… Dice la parte referida:
Sale Adán junto a la
fuente
jugando con un rana,
diversión intrascendente
muy propia de un inocente
que no ha comido manzana.
jugando con un rana,
diversión intrascendente
muy propia de un inocente
que no ha comido manzana.
Y es aquí cuando Eva
llega con un traje tan conciso,
que se le ve El Paraíso
por la parte de
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