viernes, 30 de diciembre de 2016

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            Avanzábamos en el carro rojo de mi hermano, que era más bien, de mi cuñada porque ella era quien lo manejaba. Aunque, viéndolo bien, tampoco era de ella, sino de su hija, que estudiaba odontología, y era, quien últimamente utilizaba el carro para trasladarse hacia y de la Universidad y para sus asuntos de estudiante. En todo caso, íbamos en ese carro, y que por razones lógicas tampoco puedo decir la marca, ya que no me están pagando para que lo publicite. Yo iba adelante, porque era más cómodo. A estas alturas llevaba algunas retorceduras de estómago y algunas más de cara. Había momentos en que me golpeaba el abdomen para ver si el bicho que tenía dentro se quedaba tranquilo, pero, “naranjas chinas y limón francés”, como dice el refranero. Qué quiere decir, no sé. Pero lo que se interpreta es que no. O sea, que no paraba el dolor.
            -- ¿A dónde vamos? -- Salieron varios posibles nombres de varios posibles sitios. Dijeron el nombre de la clínica a donde yo me negaba ir por tantas historias que se contaban de ella, y que tampoco puedo decir, porque me demandan. Y, entonces, si que es peor. Y, ahora, después de los acontecimientos, y, aún en medio de ellos, dimos gracias a Dios de no haber asistido directamente a ella desde un comienzo. Ya lo diremos más adelante. Vamos a este otro sitio propuso mi hermano… bueno, uno de ellos... Allí conocía a un buen médico y tenía experiencias muy buenas en cuanto a la calidad de su asistencia hospitalaria. Accedimos todos y nos dirigimos al lugar propuesto. Serían ya como las tres y media de la madrugada de ese domingo. Las calles estaban despejadas y todo fue fluido hasta llegar. Llegamos. Entramos. La puerta principal de acceso al servicio estaba cerrada. Por lo visto no había habido mucha actividad de emergencia. Dormían. Mi cuñada tocó las rejas de color azul brillante. Nadie salía. Ella conocía bien esas instalaciones porque era profesora en la Escuela de Guaraguao y a veces había tenido que venir con algún que otro niño para emergencia de la escuela, como una caída, un dolor de estómago repentino, o una fiebre de algunos de sus alumnos, y había sido muy bien atendida. Eso motivaba haber escogido esa opción. Nadie salía. Y, entonces, nos disponíamos a ir a otro lugar, y mientras nos montábamos en el carro, que era de mi hermano y de mi cuñada y de mi sobrina, al mismo tiempo, salió una señora con aspecto de estar despertándose y era justo que así fuera, ya que sin actividad y a esa hora, cualquier hijo de vecino haría lo mismo. Muy amable la señora se puso a la orden. Saludó a mi cuñada pues se conocían, ya que era cliente fija por lo de los alumnos de la escuela. Tan solo que ahora venía como con el director de la escuela, porque de niño tenía sólo los recuerdos de haberlo sido alguna vez. No era el director, ni como el director, era yo que me acerqué con una mano en la cintura y con el colgadero del suero que me habían colocado en el Hospital Las Garzas, en la otra mano. Nos mandaron a pasar mientras ella se ofreció a ir a buscar al médico. Tardó un poco el médico en salir. Con toda seguridad estaría durmiendo. Salió y por los gestos de la cara lo habían despertado, pero salió que fue lo importante. Preguntó detalles, de cómo y qué sentía y dónde. Dí las respuestas pertinentes con la ayuda de mi cuñada que me acompañaba. El Doctor me mandó acostar en la camilla, me mandó quitarme la parte delantera de la camisa. Hizo el tacto de rutina. Tocó aquí, tocó allá. En algunos lugares no me dolía, en otros casi me sentaba del dolor. De manera instintiva. -- La cosa está fea -- comentó. Miró los exámenes de sangre y comentó en voz alta que tenía los leucocitos muy elevados… -- aquí hay infección --. Volvió a tocar expresamente en los sitios donde dolía. Me hizo levantar la pierna derecha. No me dolía. -- Esto está feo --. Me lo iba a decir a mí, que no sabía si se veía feo, pero sí que se sentía feo y muy feo cuando venían los retortijones de barriga combinados con dolores hacia la espalda. Me mandó sentar en la silla frente a su pequeño escritorio. Tomó una hoja sin membretado. Comenzó a escribir unas cosas con mucha lentitud. -- Hay que remitirlo al hospital – comentó -- porque noto una cosa rara en la parte superior -- y dijo lo que dijo en términos médicos que me dejó en las mismas. Lo que sí sé es que era un poquito más arriba del apéndice. -- Ponga algo para el dolor, Dr. -- le propuse y dijo que no porque hasta que no se estuviera seguro que en verdad fuera apendicitis no se podía colocar nada, ya que a la hora del examen de tacto esa parte iba a estar adormecida, y casi no iba a ver dolor, entonces, sería casi imposible, o muy difícil, detectar y precisar. Era mejor esperar. Entendimos. Por lo menos ya sabíamos algo, cosa que no se había hecho ni dicho en Las Garzas y que nos había desesperado el silencio misterioso de la doctora. Mientras tanto el Dr. seguía llenado su informe para remitirme al hospital Razetti. Comenzamos a sentirnos como atendidos, como personas, ya no como cosa y era muy distinta la realidad, aunque igualitos los tres dolores, porque no podíamos dejar de descartar el de la sondada, que además de doler, ardía. Yo sentía que esa parte la tenía hinchada para remate de males. Pobrecito, qué culpa tenía, pero también le estaba tocando su parte. O sea, que juntos hasta en el dolor. Solidaridad… Solidaridad…
            El Dr. terminó su informe. Sacó del bolsillo de su camisa una cosa como una cajita negra, la abrió y puso su sello de médico en la parte superior de su firma. Nos dimos las manos. Les agradecimos sus atenciones. Nos levantamos y comenzamos a salir. Nos despedimos de la enfermera y les dimos las gracias a la vez que le pedíamos disculpas por haberlos despertado. Nos fuimos al carro. Allí estaba en la parte de afuera la otra comitiva, a la expectativa de lo que fuera a pasar. Como los tres mosqueteros, “todos para uno, y uno para todos”, pero el dolor para mí solito…Yo un poco más tranquilo, pero con los dolores. Nos montamos en el carro. Comentamos lo que nos había dicho el médico y todos estuvieron de acuerdo en que entendíamos por qué no se colocaba nada para el dolor, por lo menos, lo supimos. No era muy difícil para comprenderlo, pero si no se explican ni hablan, cómo se va a entender. Además, hablando se entiende la gente. ¿O, no? Bueno, eso dicen…
            Nos dirigimos hacia el hospital. Pero, mientras íbamos saliendo, uno de los cuatro sugirió que fuéramos a la policlínica. Asentí y todos los demás estuvieron de acuerdo. Nos fuimos hacia allá. Llegamos. Aparcamos el carro en todo el frente de la emergencia. Se bajaron mis cuñadas. Tocaron el timbre de la emergencia que estaba cerrada con doble puerta de hierro y una más de vidrio. Volvieron a tocar unas dos veces más. Nadie salía. Me bajé yo encorvado del dolor, que estaba en aumento justo en ese momento. Yo mismo toqué largo el timbre como para que abrieran porque sí. Salió un policía o un guardia de vigilancia preguntando que con quién teníamos cita. Mi cuñada se disgustó, cosa que es casi muy raro en ella porque es muy pacífica y tranquila, y le alzó la voz al guardia, diciendo, que cómo iba a ser una cita con un doctor a esas horas de la mañana, que se trataba de una emergencia, que abriera, y, creo que dijo una grosería. Bueno, para ser justos, no sé si fue ella la que la dijo o fui yo, ante la falta de cabeza y de lógica del vigilante. Al fin abrió. Pasamos. Salió una enfermera, estirándose y somnolienta preguntado qué era lo que tenía. Le resumí que dolores de abdomen y que se trataba posiblemente de una apendicitis. Fue a llamar a la doctora de turno. Al cabo de unos cinco minutos salió la enfermera diciendo que había que esperar a que viniera la doctora, y, que además, no había habitación disponible. Decir eso fue suficiente para que volviera a aparecer Hulk. Me levanté de sopetón y les dije a los tres restantes -- ¡Vámonos pa’otro lado! ¡Vámonos! ¡Vámonos! --  Y nos fuimos.
          Salimos echando pestes. Pero Dios escribe recto con líneas torcidas. Cómo hará para que salga recto y derecho lo que escribe sobre torcido, eso menos que lo sé. Tal vez Sócrates el filósofo. O, tal vez, Pepe. Y, ¿quién es Pepe? Menos, que menos, que lo sé. Pero es un decir.

          Pal’hospital. No había de otra. Al menos que nos fuéramos para la clínica, a la que me negaba a ir, con o sin razón, pero sí con determinación firme de no ir. Serían ya como las cinco de la mañana.

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