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Avanzábamos
en el carro rojo de mi hermano, que era más bien, de mi cuñada porque ella era
quien lo manejaba. Aunque, viéndolo bien, tampoco era de ella, sino de su hija,
que estudiaba odontología, y era, quien últimamente utilizaba el carro para
trasladarse hacia y de la
Universidad y para sus asuntos de estudiante. En todo caso,
íbamos en ese carro, y que por razones lógicas tampoco puedo decir la marca, ya
que no me están pagando para que lo publicite. Yo iba adelante, porque era más
cómodo. A estas alturas llevaba algunas retorceduras de estómago y algunas más
de cara. Había momentos en que me golpeaba el abdomen para ver si el bicho que
tenía dentro se quedaba tranquilo, pero, “naranjas
chinas y limón francés”, como dice el refranero. Qué quiere decir, no sé.
Pero lo que se interpreta es que no. O sea, que no paraba el dolor.
--
¿A dónde vamos? -- Salieron varios posibles nombres de varios posibles sitios.
Dijeron el nombre de la clínica a donde yo me negaba ir por tantas historias
que se contaban de ella, y que tampoco puedo decir, porque me demandan. Y,
entonces, si que es peor. Y, ahora, después de los acontecimientos, y, aún en
medio de ellos, dimos gracias a Dios de no haber asistido directamente a ella
desde un comienzo. Ya lo diremos más adelante. Vamos a este otro sitio propuso
mi hermano… bueno, uno de ellos... Allí conocía a un buen médico y tenía
experiencias muy buenas en cuanto a la calidad de su asistencia hospitalaria.
Accedimos todos y nos dirigimos al lugar propuesto. Serían ya como las tres y
media de la madrugada de ese domingo. Las calles estaban despejadas y todo fue
fluido hasta llegar. Llegamos. Entramos. La puerta principal de acceso al
servicio estaba cerrada. Por lo visto no había habido mucha actividad de
emergencia. Dormían. Mi cuñada tocó las rejas de color azul brillante. Nadie
salía. Ella conocía bien esas instalaciones porque era profesora en la Escuela de Guaraguao y a
veces había tenido que venir con algún que otro niño para emergencia de la
escuela, como una caída, un dolor de estómago repentino, o una fiebre de
algunos de sus alumnos, y había sido muy bien atendida. Eso motivaba haber
escogido esa opción. Nadie salía. Y, entonces, nos disponíamos a ir a otro
lugar, y mientras nos montábamos en el carro, que era de mi hermano y de mi
cuñada y de mi sobrina, al mismo tiempo, salió una señora con aspecto de estar
despertándose y era justo que así fuera, ya que sin actividad y a esa hora,
cualquier hijo de vecino haría lo mismo. Muy amable la señora se puso a la
orden. Saludó a mi cuñada pues se conocían, ya que era cliente fija por lo de
los alumnos de la escuela. Tan solo que ahora venía como con el director de la
escuela, porque de niño tenía sólo los recuerdos de haberlo sido alguna vez. No
era el director, ni como el director, era yo que me acerqué con una mano en la
cintura y con el colgadero del suero que me habían colocado en el Hospital Las
Garzas, en la otra mano. Nos mandaron a pasar mientras ella se ofreció a ir a
buscar al médico. Tardó un poco el médico en salir. Con toda seguridad estaría
durmiendo. Salió y por los gestos de la cara lo habían despertado, pero salió
que fue lo importante. Preguntó detalles, de cómo y qué sentía y dónde. Dí las
respuestas pertinentes con la ayuda de mi cuñada que me acompañaba. El Doctor
me mandó acostar en la camilla, me mandó quitarme la parte delantera de la
camisa. Hizo el tacto de rutina. Tocó aquí, tocó allá. En algunos lugares no me
dolía, en otros casi me sentaba del dolor. De manera instintiva. -- La cosa
está fea -- comentó. Miró los exámenes de sangre y comentó en voz alta que
tenía los leucocitos muy elevados… -- aquí hay infección --. Volvió a tocar
expresamente en los sitios donde dolía. Me hizo levantar la pierna derecha. No
me dolía. -- Esto está feo --. Me lo iba a decir a mí, que no sabía si se veía
feo, pero sí que se sentía feo y muy feo cuando venían los retortijones de
barriga combinados con dolores hacia la espalda. Me mandó sentar en la silla
frente a su pequeño escritorio. Tomó una hoja sin membretado. Comenzó a
escribir unas cosas con mucha lentitud. -- Hay que remitirlo al hospital –
comentó -- porque noto una cosa rara en la parte superior -- y dijo lo que dijo
en términos médicos que me dejó en las mismas. Lo que sí sé es que era un
poquito más arriba del apéndice. -- Ponga algo para el dolor, Dr. -- le propuse
y dijo que no porque hasta que no se estuviera seguro que en verdad fuera
apendicitis no se podía colocar nada, ya que a la hora del examen de tacto esa
parte iba a estar adormecida, y casi no iba a ver dolor, entonces, sería casi
imposible, o muy difícil, detectar y precisar. Era mejor esperar. Entendimos.
Por lo menos ya sabíamos algo, cosa que no se había hecho ni dicho en Las
Garzas y que nos había desesperado el silencio misterioso de la doctora. Mientras
tanto el Dr. seguía llenado su informe para remitirme al hospital Razetti.
Comenzamos a sentirnos como atendidos, como personas, ya no como cosa y era muy
distinta la realidad, aunque igualitos los tres dolores, porque no podíamos
dejar de descartar el de la sondada, que además de doler, ardía. Yo sentía que
esa parte la tenía hinchada para remate de males. Pobrecito, qué culpa tenía,
pero también le estaba tocando su parte. O sea, que juntos hasta en el dolor.
Solidaridad… Solidaridad…
El
Dr. terminó su informe. Sacó del bolsillo de su camisa una cosa como una cajita
negra, la abrió y puso su sello de médico en la parte superior de su firma. Nos
dimos las manos. Les agradecimos sus atenciones. Nos levantamos y comenzamos a
salir. Nos despedimos de la enfermera y les dimos las gracias a la vez que le
pedíamos disculpas por haberlos despertado. Nos fuimos al carro. Allí estaba en
la parte de afuera la otra comitiva, a la expectativa de lo que fuera a pasar.
Como los tres mosqueteros, “todos para
uno, y uno para todos”, pero el dolor para mí solito…Yo un poco más
tranquilo, pero con los dolores. Nos montamos en el carro. Comentamos lo que
nos había dicho el médico y todos estuvieron de acuerdo en que entendíamos por
qué no se colocaba nada para el dolor, por lo menos, lo supimos. No era muy
difícil para comprenderlo, pero si no se explican ni hablan, cómo se va a
entender. Además, hablando se entiende la gente. ¿O, no? Bueno, eso dicen…
Nos
dirigimos hacia el hospital. Pero, mientras íbamos saliendo, uno de los cuatro
sugirió que fuéramos a la policlínica. Asentí y todos los demás estuvieron de
acuerdo. Nos fuimos hacia allá. Llegamos. Aparcamos el carro en todo el frente
de la emergencia. Se bajaron mis cuñadas. Tocaron el timbre de la emergencia
que estaba cerrada con doble puerta de hierro y una más de vidrio. Volvieron a
tocar unas dos veces más. Nadie salía. Me bajé yo encorvado del dolor, que
estaba en aumento justo en ese momento. Yo mismo toqué largo el timbre como
para que abrieran porque sí. Salió un policía o un guardia de vigilancia
preguntando que con quién teníamos cita. Mi cuñada se disgustó, cosa que es
casi muy raro en ella porque es muy pacífica y tranquila, y le alzó la voz al
guardia, diciendo, que cómo iba a ser una cita con un doctor a esas horas de la
mañana, que se trataba de una emergencia, que abriera, y, creo que dijo una
grosería. Bueno, para ser justos, no sé si fue ella la que la dijo o fui yo,
ante la falta de cabeza y de lógica del vigilante. Al fin abrió. Pasamos. Salió
una enfermera, estirándose y somnolienta preguntado qué era lo que tenía. Le
resumí que dolores de abdomen y que se trataba posiblemente de una apendicitis.
Fue a llamar a la doctora de turno. Al cabo de unos cinco minutos salió la
enfermera diciendo que había que esperar a que viniera la doctora, y, que
además, no había habitación disponible. Decir eso fue suficiente para que
volviera a aparecer Hulk. Me levanté de sopetón y les dije a los tres restantes
-- ¡Vámonos pa’otro lado! ¡Vámonos! ¡Vámonos! -- Y nos fuimos.
Salimos
echando pestes. Pero Dios escribe recto con líneas torcidas. Cómo hará para que
salga recto y derecho lo que escribe sobre torcido, eso menos que lo sé. Tal
vez Sócrates el filósofo. O, tal vez, Pepe. Y, ¿quién es Pepe? Menos, que
menos, que lo sé. Pero es un decir.
Pal’hospital.
No había de otra. Al menos que nos fuéramos para la clínica, a la que me negaba
a ir, con o sin razón, pero sí con determinación firme de no ir. Serían ya como
las cinco de la mañana.
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