viernes, 30 de diciembre de 2016

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            Llegamos al hospital. Entramos. Mi otra cuñada iba marcando el camino porque ese es su patiadero ya que es enfermera en el área de nefrología. Entró, saludó a algunos conocidos, sobre todo a algunas enfermeras. Más atrás iba yo, encorvado, no sé si con color o descolorido, lo que sí es que trasnochado y con tres dolores.
            Pasó derechito al sitio de asistencia de las emergencias. No había ningún médico. Todos estaban ocupados atendiendo heridos, algunos de bala, otros de tránsito, sobre todo caídos de motos. Se oían gritos de dolor. Yo como pude seguí hasta donde estaba un policía de guardia frente a un radio transmisor que sonaba a cada rato dando reportes que si de aquí y de más allá. Tal vez, también del más allá del más allá. Quizás reservando o cancelando algunos cupos con San Pedro, porque algunos ya estaban para irse, u otros apenitas habían llegado a las puertas y se habían regresado. Yo no me escapaba de esa reservación. A lo mejor, ya tendría mi cupo y faltarían algunos detalles, como el que me dieran el matarile-rile-ron, o, sea, el anuncio oficial de “se fue”, o “está a punto”. Y a punto, estaba. Me recosté en el mostrador buscando encontrar alivio al dolor que ya me tenía más cerca en la lista, aunque cuando dejaba de doler como que cedía algunos puestos y me dejaba colar en la fila y pasaba a algunos puestos más atrás. Pero, en ese momento, como que estaría de tercero o en los primeros puestos inmediatos de la puerta.
            Mientras tanto mi otra cuñada caminaba por acá y por allá, buscaba por aquí y por allí, y no encontraba respuesta positiva, sino un espere un momento que estamos ocupados. Yo busqué dónde sentarme. Miré unas sillas plateadas de huequitos y me dirigí hacia ellas. Me senté en la que menos tenía sangre al frente. Había unos zapatos deportivos ensangrentados en medio de un manchón de sangre lo que hacía pensar que por ahí había pasado un herido y además de la sangre había dejado sus zapatos. Eran muy grandes para mis medidas. Imaginé cómo debería estar y en qué condiciones debió haber llegado ese hijo de Dios al hospital. Y no digo ese cristiano porque eso sí que ni pa’saber si lo era o no. Por eso, mejor hijo de Dios, porque de eso ni la menor duda, y eso por ser criatura, obra suya.
            Los médicos estaban en unos compartimientos pequeños que según oía, en medio de los dolores, y en frente de los zapatos que eran muy grandes para mí, los llamaban “quirofanitos”. Y tendrían que ser porque estaban operando. Una doctora salió toda vestida de verde. Tenía un estetoscopio colgando del cuello y llevaba en la mano un bisturí. Salió a buscar algo. Fue a la parte interna de donde yo me había recostado y buscó en algunos armarios alguna cosa que no encontraba. Se agachó y se levantó varias veces y por lo visto tampoco lo había encontrado. A lo mejor era a mí lo que estaba buscando pero yo estaba sentado a unos siete metros más atrás. Y menos mal que no me encontró porque con la pinta que llevaba estaba dispuesta a echar bisturí por donde pasara. Yo, mientras tanto la miraba y observaba todo lo que hacía. Además no tenía más qué hacer, no tenía ni siquiera una revista para entretenerme. Así que, no le perdía detalle y la seguí volteando el cuello y la cabeza para ver dónde más se metía hasta que se metió en uno de los cubículos llamados quirofanitos. De seguro estaba operando y tendría que hacerlo sin lo que había salido a buscar y no encontró. No tardaron unos siete minutos cuando la misma doctora volvió a salir, como a buscar algo que se le había perdido y no lo encontraba, y tampoco lo encontró porque volvió al quirofanito sin nada y con el bisturí en la mano derecha extendida hacia arriba. Menos mal que no estaba loca porque con esa pose y postura, hasta el mal de abdomen se me hubiera quitado del susto. Menos mal.
            Mi cuñada se había desaparecido. Tal vez porque había visto a la doctora en esas actitudes de buscar y no encontrar y asustada diría “por aquí que es más derecho” en la huida, pero, estaba haciendo contactos. En eso siento unas palmaditas en mi espalda. Era la otra cuñada, es decir, la esposa de otro de mis hermanos, que me estaba como consolando y como diciendo “tranquilo, que la doctora está buscando otra cosa, no a usted… no se preocupe”. Además, no tenía por qué preocuparme ya que estaba muy ocupado en soportar los dolores, y que con todo y todo, me daban chancecito de mirar todo a mi alrededor para chismosear después, como lo estoy haciendo justo ahora.
            Los dolores iban y venían a su antojo. Unas veces suavecitos y constantes, y otras en mayor intensidad, que me hacían retorcer. Me sobaba el abdomen y la espalda porque a todas estas ya no sabía precisar, por fin, qué era lo que me dolía, si la espalda o el abdomen, pero en todo caso dolían los dos. En esas me vine en vómito. No había dónde dejar mi marca. El herido había dejado la suya con la sangre y los zapatos, ahora me tocaba dejar la mía y por lo visto tenía que ser con vómito. Había una papelera toda llena de sangre. La cuñada no quiso arrimarla porque le dio cosa. Yo insistía que no importaba. Ella buscó debajo de las sillas y encontró una caja alargada. La sacó y me la puso en frente en el piso. Ahí dejé mi marca. Por supuesto que la caja era un poquito grande para llenarla, pero después de unas cuatro o cinco, tal vez seis, embestidas ya iba aumentando la cantidad. A cada borbotón de vómito sentía que se me iba el mundo, me mareaba y sentía que abría los ojos un poco más de la cuenta. Comencé a sudar frío y aumentaba mi desesperación. Movía la cabeza para todos lados. Tal vez, estaría ensayando un baile de rock and roll, y qué sé yo de qué mezclas de ritmos, pero de que movía la cabeza, la movía, a la vez que pasaba las manos por delante y por detrás. Lástima no haber tenido una cámara de video para después patentar el nuevo ritmo de baile incluyendo las brotadas de los ojos y las arrugadas de cara para que fuera completo y más complicado que el baile de la macarena. Tal vez hubiera batido un record para el libro Guinness.
            El desespero y los dolores iban en aumento. Entonces, le dije a mi cuñada, que nos fuéramos a la clínica, a la que yo no quería que me llevaran porque le tenía miedo. La cuñada me propuso un poco más de paciencia y de que esperáramos otro poquito más, que mi otra cuñada estaba buscando a un doctor conocido. Lo había encontrado y le había dicho que ya venía. Está bien, asentí. Y en unos diez o quince minutos más apareció mi otra cuñada, con noticias alentadoras, de que ya venía el médico. Me dijo que me levantara y que la siguiera porque el médico me iba a ver en otra parte de la misma emergencia, un poquito más adentro. Me levanté. Mejor dicho me levantaron porque los dolores no me permitían ese lujo. Una vez de pie nos dirigimos al sitio. Me hicieron sentar en otra silla parecida en la que había estado y en eso apareció el médico. Me revisó, hizo un cuestionario, me imagino que de rutina para ellos tener alguna pista para guiarse, y me quería hacer recostar para hacer el tacto del abdomen, pero no había camilla disponible, ni un mesón ni nada que se pareciera a una cama o camilla improvisada. Todo estaba repleto de pacientes de emergencia. Le sugerí al doctor que me podía recostar en la misma silla donde estaba que era de tres puestos, que ahí podía ser. El médico asintió y ahí me recosté. Me entrequité la camisa. El médico comenzó su labor de tanteo y de tacto. -- ¿Le duele? -- No. -- ¿Aquí? -- Tampoco.-- Y en donde me dolía no lo decía, sino que casi me sentaba por instinto a la reacción defensiva y de respuesta automática. En la parte izquierda no me dolía sino el impacto de la presión de los dedos del médico. Pero en la parte derecha, sobre todo en la parte superior, ahí veía colores y sentía los dolores. El médico insistía en la parte baja del abdomen. Ahí no me dolía. Me hacía levantar la pierna derecha y todo normal, no me dolía nada. Volvía a presionar y a tantear en la parte baja del abdomen y todo bien, no me dolía, el problema estaba en la parte superior; ahí si me dolía.
-- Hay que operar – comentó el médico. Estaba ahora una doctora también, quien también repitió la misma rutina de revisión. Había algo que a la doctora no le convencía. Hablaron entre ellos en sus términos médicos que yo no entendí ni una palabra. El doctor mandó prepararme para la operación de inmediato porque era apendicitis y al mismo tiempo mandó preparar el quirófano porque este hijo de Dios, y, ahora, sí cristiano (este cristiano) se iba pa’quirófano. Le sugerí al doctor, que mientras tanto, me pusieran algo para el dolor. El doctor llamó a la enfermera, le dijo algo que yo tampoco entendí, la enfermera dijo que sí, y en dos o tres minutos más me estaban colocando una botella de solución, y con una inyectadora tamaño familiar me inyectaron algo. Y en cuestión de unos diez o quince minutos, ya el mundo para mí era diferente, ya no dolía tanto, o, por lo menos, empezaba a doler menos.
Me mandaron pasar hacia adentro porque hasta ahora estaba en los pasillos. Adentro era en la salita contigua a un escritorio porque más adentro estaban las camillas y estaba full de pacientes. Me senté en el extremo hacia la pared. Era de tres puestos. Mis dos cuñadas se sentaron en los dos puestos restantes. Serían cerca de la seis de la mañana, tal vez, seis y media. Ahí me senté y como pude, ya con menos dolor, pude dormir algo. Había pasado toda la madrugada para no decir toda la noche pa’rriba y pa’bajo y ahora ya como que todo era diferente, por lo menos así se vislumbraba. Ya, por lo menos, habían detectado el mal, era apendicitis y por lo menos habían colocado calmantes. Ya era otro cantar.
Se acercaba la hora del cambio de turno del hospital. El doctor insistía que tenía que operar, y ya. El problema se presentó con la doctora que estaba con él que se negaba a operar. Alegaba que ya era muy tarde y que estaba muy cansada. Que era mejor que lo hiciera el doctor o los doctores del nuevo turno y que faltaba poco para el cambio. Que ella no iba a ayudar a operar. Se presentó un tira y empuje. Que no. Que sí. Y lo hacían frente a mí. Yo oía. Yo le daba la razón a la doctora, tampoco era que me la estaban pidiendo, pero lo pensaba. Aunque, en el fondo-fondo de mí, me decía que operaran de una vez, para salir de una vez por todas de todo este padecer. Pero la doctora tenía toda la razón.
El caso quedó resuelto. Llenaron la ficha médica. Y determinaron que se trataba de apendicitis para que los del nuevo turno hicieran lo que tenían que hacer.

Pero, “una cosa piensa el burro y otra el que lo va a montar”, dice el refrán. Porque ahora es que viene lo interesante.

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