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Llegamos
al hospital. Entramos. Mi otra cuñada iba marcando el camino porque ese es su
patiadero ya que es enfermera en el área de nefrología. Entró, saludó a algunos
conocidos, sobre todo a algunas enfermeras. Más atrás iba yo, encorvado, no sé
si con color o descolorido, lo que sí es que trasnochado y con tres dolores.
Pasó
derechito al sitio de asistencia de las emergencias. No había ningún médico.
Todos estaban ocupados atendiendo heridos, algunos de bala, otros de tránsito,
sobre todo caídos de motos. Se oían gritos de dolor. Yo como pude seguí hasta
donde estaba un policía de guardia frente a un radio transmisor que sonaba a
cada rato dando reportes que si de aquí y de más allá. Tal vez, también del más
allá del más allá. Quizás reservando o cancelando algunos cupos con San Pedro,
porque algunos ya estaban para irse, u otros apenitas habían llegado a las
puertas y se habían regresado. Yo no me escapaba de esa reservación. A lo
mejor, ya tendría mi cupo y faltarían algunos detalles, como el que me dieran
el matarile-rile-ron, o, sea, el anuncio oficial de “se fue”, o “está a
punto”. Y a punto, estaba. Me recosté en el mostrador buscando encontrar alivio
al dolor que ya me tenía más cerca en la lista, aunque cuando dejaba de doler
como que cedía algunos puestos y me dejaba colar en la fila y pasaba a algunos
puestos más atrás. Pero, en ese momento, como que estaría de tercero o en los
primeros puestos inmediatos de la puerta.
Mientras
tanto mi otra cuñada caminaba por acá y por allá, buscaba por aquí y por allí,
y no encontraba respuesta positiva, sino un espere un momento que estamos
ocupados. Yo busqué dónde sentarme. Miré unas sillas plateadas de huequitos y
me dirigí hacia ellas. Me senté en la que menos tenía sangre al frente. Había
unos zapatos deportivos ensangrentados en medio de un manchón de sangre lo que
hacía pensar que por ahí había pasado un herido y además de la sangre había
dejado sus zapatos. Eran muy grandes para mis medidas. Imaginé cómo debería
estar y en qué condiciones debió haber llegado ese hijo de Dios al hospital. Y
no digo ese cristiano porque eso sí que ni pa’saber si lo era o no. Por eso,
mejor hijo de Dios, porque de eso ni la menor duda, y eso por ser criatura,
obra suya.
Los
médicos estaban en unos compartimientos pequeños que según oía, en medio de los
dolores, y en frente de los zapatos que eran muy grandes para mí, los llamaban
“quirofanitos”. Y tendrían que ser porque estaban operando. Una doctora salió
toda vestida de verde. Tenía un estetoscopio colgando del cuello y llevaba en
la mano un bisturí. Salió a buscar algo. Fue a la parte interna de donde yo me
había recostado y buscó en algunos armarios alguna cosa que no encontraba. Se
agachó y se levantó varias veces y por lo visto tampoco lo había encontrado. A
lo mejor era a mí lo que estaba buscando pero yo estaba sentado a unos siete
metros más atrás. Y menos mal que no me encontró porque con la pinta que
llevaba estaba dispuesta a echar bisturí por donde pasara. Yo, mientras tanto
la miraba y observaba todo lo que hacía. Además no tenía más qué hacer, no
tenía ni siquiera una revista para entretenerme. Así que, no le perdía detalle
y la seguí volteando el cuello y la cabeza para ver dónde más se metía hasta
que se metió en uno de los cubículos llamados quirofanitos. De seguro estaba operando
y tendría que hacerlo sin lo que había salido a buscar y no encontró. No
tardaron unos siete minutos cuando la misma doctora volvió a salir, como a
buscar algo que se le había perdido y no lo encontraba, y tampoco lo encontró
porque volvió al quirofanito sin nada y con el bisturí en la mano derecha
extendida hacia arriba. Menos mal que no estaba loca porque con esa pose y
postura, hasta el mal de abdomen se me hubiera quitado del susto. Menos mal.
Mi
cuñada se había desaparecido. Tal vez porque había visto a la doctora en esas
actitudes de buscar y no encontrar y asustada diría “por aquí que es más derecho” en la huida, pero, estaba haciendo
contactos. En eso siento unas palmaditas en mi espalda. Era la otra cuñada, es
decir, la esposa de otro de mis hermanos, que me estaba como consolando y como
diciendo “tranquilo, que la doctora está
buscando otra cosa, no a usted… no se preocupe”. Además, no tenía por qué
preocuparme ya que estaba muy ocupado en soportar los dolores, y que con todo y
todo, me daban chancecito de mirar todo a mi alrededor para chismosear después,
como lo estoy haciendo justo ahora.
Los
dolores iban y venían a su antojo. Unas veces suavecitos y constantes, y otras
en mayor intensidad, que me hacían retorcer. Me sobaba el abdomen y la espalda
porque a todas estas ya no sabía precisar, por fin, qué era lo que me dolía, si
la espalda o el abdomen, pero en todo caso dolían los dos. En esas me vine en
vómito. No había dónde dejar mi marca. El herido había dejado la suya con la
sangre y los zapatos, ahora me tocaba dejar la mía y por lo visto tenía que ser
con vómito. Había una papelera toda llena de sangre. La cuñada no quiso
arrimarla porque le dio cosa. Yo insistía que no importaba. Ella buscó debajo
de las sillas y encontró una caja alargada. La sacó y me la puso en frente en
el piso. Ahí dejé mi marca. Por supuesto que la caja era un poquito grande para
llenarla, pero después de unas cuatro o cinco, tal vez seis, embestidas ya iba
aumentando la cantidad. A cada borbotón de vómito sentía que se me iba el
mundo, me mareaba y sentía que abría los ojos un poco más de la cuenta. Comencé
a sudar frío y aumentaba mi desesperación. Movía la cabeza para todos lados.
Tal vez, estaría ensayando un baile de rock and roll, y qué sé yo de qué
mezclas de ritmos, pero de que movía la cabeza, la movía, a la vez que pasaba
las manos por delante y por detrás. Lástima no haber tenido una cámara de video
para después patentar el nuevo ritmo de baile incluyendo las brotadas de los
ojos y las arrugadas de cara para que fuera completo y más complicado que el
baile de la macarena. Tal vez hubiera batido un record para el libro Guinness.
El
desespero y los dolores iban en aumento. Entonces, le dije a mi cuñada, que nos
fuéramos a la clínica, a la que yo no quería que me llevaran porque le tenía
miedo. La cuñada me propuso un poco más de paciencia y de que esperáramos otro
poquito más, que mi otra cuñada estaba buscando a un doctor conocido. Lo había
encontrado y le había dicho que ya venía. Está bien, asentí. Y en unos diez o
quince minutos más apareció mi otra cuñada, con noticias alentadoras, de que ya
venía el médico. Me dijo que me levantara y que la siguiera porque el médico me
iba a ver en otra parte de la misma emergencia, un poquito más adentro. Me
levanté. Mejor dicho me levantaron porque los dolores no me permitían ese lujo.
Una vez de pie nos dirigimos al sitio. Me hicieron sentar en otra silla
parecida en la que había estado y en eso apareció el médico. Me revisó, hizo un
cuestionario, me imagino que de rutina para ellos tener alguna pista para
guiarse, y me quería hacer recostar para hacer el tacto del abdomen, pero no
había camilla disponible, ni un mesón ni nada que se pareciera a una cama o
camilla improvisada. Todo estaba repleto de pacientes de emergencia. Le sugerí
al doctor que me podía recostar en la misma silla donde estaba que era de tres
puestos, que ahí podía ser. El médico asintió y ahí me recosté. Me entrequité
la camisa. El médico comenzó su labor de tanteo y de tacto. -- ¿Le duele? --
No. -- ¿Aquí? -- Tampoco.-- Y en donde me dolía no lo decía, sino que casi me
sentaba por instinto a la reacción defensiva y de respuesta automática. En la
parte izquierda no me dolía sino el impacto de la presión de los dedos del
médico. Pero en la parte derecha, sobre todo en la parte superior, ahí veía
colores y sentía los dolores. El médico insistía en la parte baja del abdomen.
Ahí no me dolía. Me hacía levantar la pierna derecha y todo normal, no me dolía
nada. Volvía a presionar y a tantear en la parte baja del abdomen y todo bien,
no me dolía, el problema estaba en la parte superior; ahí si me dolía.
-- Hay que
operar – comentó el médico. Estaba ahora una doctora también, quien también
repitió la misma rutina de revisión. Había algo que a la doctora no le convencía.
Hablaron entre ellos en sus términos médicos que yo no entendí ni una palabra.
El doctor mandó prepararme para la operación de inmediato porque era
apendicitis y al mismo tiempo mandó preparar el quirófano porque este hijo de
Dios, y, ahora, sí cristiano (este cristiano) se iba pa’quirófano. Le sugerí al
doctor, que mientras tanto, me pusieran algo para el dolor. El doctor llamó a
la enfermera, le dijo algo que yo tampoco entendí, la enfermera dijo que sí, y
en dos o tres minutos más me estaban colocando una botella de solución, y con
una inyectadora tamaño familiar me inyectaron algo. Y en cuestión de unos diez
o quince minutos, ya el mundo para mí era diferente, ya no dolía tanto, o, por
lo menos, empezaba a doler menos.
Me mandaron
pasar hacia adentro porque hasta ahora estaba en los pasillos. Adentro era en
la salita contigua a un escritorio porque más adentro estaban las camillas y
estaba full de pacientes. Me senté en el extremo hacia la pared. Era de tres
puestos. Mis dos cuñadas se sentaron en los dos puestos restantes. Serían cerca
de la seis de la mañana, tal vez, seis y media. Ahí me senté y como pude, ya
con menos dolor, pude dormir algo. Había pasado toda la madrugada para no decir
toda la noche pa’rriba y pa’bajo y ahora ya como que todo era diferente, por lo
menos así se vislumbraba. Ya, por lo menos, habían detectado el mal, era
apendicitis y por lo menos habían colocado calmantes. Ya era otro cantar.
Se acercaba la
hora del cambio de turno del hospital. El doctor insistía que tenía que operar,
y ya. El problema se presentó con la doctora que estaba con él que se negaba a
operar. Alegaba que ya era muy tarde y que estaba muy cansada. Que era mejor
que lo hiciera el doctor o los doctores del nuevo turno y que faltaba poco para
el cambio. Que ella no iba a ayudar a operar. Se presentó un tira y empuje. Que
no. Que sí. Y lo hacían frente a mí. Yo oía. Yo le daba la razón a la doctora,
tampoco era que me la estaban pidiendo, pero lo pensaba. Aunque, en el
fondo-fondo de mí, me decía que operaran de una vez, para salir de una vez por
todas de todo este padecer. Pero la doctora tenía toda la razón.
El caso quedó
resuelto. Llenaron la ficha médica. Y determinaron que se trataba de
apendicitis para que los del nuevo turno hicieran lo que tenían que hacer.
Pero, “una cosa piensa el burro y otra el que lo va
a montar”, dice el refrán. Porque ahora es que viene lo interesante.
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